Etiqueta: terror

  • La vida como Halloween. O cómo descubrimos convivir con monstruos

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    En po­cas pa­la­bras, el te­rror ha de­ve­ni­do ele­men­to bá­si­co en to­das las for­mas de ar­te con­tem­po­rá­neo, en for­ma de alu­sio­nes en los pas­ti­ches de cier­to nú­me­ro de po­pu­la­res obras pos­mo­der­nas y de cual­quier otra cla­se, des­ovan­do vam­pi­ross, trolls, grem­lins, zom­bies, hom­bres lo­bo, ni­ños po­seí­dos por de­mo­nios, mons­truos del es­pa­cio de to­dos los ta­ma­ños, fan­tas­mas y otros me­jun­jes in­nom­bra­bles a un rit­mo que ha con­ver­ti­do la úl­ti­ma dé­ca­da más o me­nos en al­go así co­mo una lar­ga no­che de Halloween.

    The Philosophy of Horror, or Paradox of the Heart, de Noël Carroll

    Lo pri­me­ro que ne­ce­si­ta sa­ber acer­ca de Goldman Sachs es que es­tá en to­das par­tes. El ban­co de in­ver­sión más po­de­ro­so del mun­do es un gran calamar-vampiro en­vuel­to al­re­de­dor de la ca­ra de la hu­ma­ni­dad, di­ri­gien­do in­can­sa­ble su em­bu­do de san­gre ha­cia to­do lo que hue­la a di­ne­ro. De he­cho, la his­to­ria de la re­cien­te cri­sis fi­nan­cie­ra, des­do­bla­da co­mo la his­to­ria de la rá­pi­da de­ca­den­cia y caí­da del re­pen­ti­na­men­te sa­quea­do im­pe­rio ame­ri­cano, se lee co­mo un Quién es quién de los gra­dua­dos de Goldman Sachs.

    The Great American Bubble Machine, de Matt Taibbi

  • Movimientos (totales) en el arte mínimo (XXIV)

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    Elmo. Trouble on Halloween Night
    Kazuo Ito
    2014

    Su bo­ca des­den­ta­da muer­de de for­ma in­ce­san­te el in­mu­ta­ble pe­lo ro­jo de su pier­na en­ca­de­na­da. Esa es­ce­na es lo pri­me­ro que ve­mos al co­men­zar Elmo. Trouble on Halloween Night, pri­mer in­ten­to de crear un vi­deo­jue­go ins­pi­ra­do en la fran­qui­cia Sesame Street, lo cual se sal­dó con cien­tos de de­nun­cias en EEUU y Japón; la at­mós­fe­ra lú­gu­bre de la cel­da, el as­pec­to hi­per­rea­lis­ta del pro­ta­go­nis­ta —su pe­lo se­do­so, sus ojos vi­vos, ha­cían de Elmo una re­pre­sen­ta­ción más hu­ma­na y per­fec­ta del per­so­na­je que su ori­gi­nal co­mo ma­rio­ne­ta— y sus ja­deos an­gus­tio­sos, de­pra­va­dos en su con­sis­ten­cia, ha­cen del con­jun­to una es­ce­na di­fí­cil de di­ge­rir pa­ra pa­dres preo­cu­pa­dos por la edu­ca­ción sen­ti­men­tal de sus re­to­ños. No es un jue­go edu­ca­ti­vo, por eso lo aman los niños.

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  • Dientes. Un relato de Eva Cid Martínez

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    Él vi­vía en una ca­ba­ña jun­to al la­go. No era tan­to una ca­ba­ña, co­mo un pu­ña­do de ma­de­ros tris­tes que re­po­sa­ban can­sa­dos unos so­bre otros, co­mo es­pe­ran­do que al­gu­na vo­lun­tad aje­na a ellos los de­rri­ba­ra al fin. Alrededor mo­rían jun­cos, tam­bién tris­tes, y la bri­sa so­pla­ba a ve­ces, co­mo re­cor­da­to­rio va­go del trans­cu­rrir del tiem­po. Todos sus her­ma­nos ha­bían muer­to allí, aho­ga­dos en las aguas ocres que la­mían el ce­na­gal. Sus hi­jos ha­bían ido des­pa­re­cien­do uno tras otro, co­mo go­tas de agua caí­das en pa­pel se­can­te. Ethel gi­mo­tea­ba en su de­men­cia, ba­lan­cean­do con fu­ria la me­ce­do­ra. Parecía, no ya es­tar a pun­to de des­pe­gar sino, efec­ti­va­men­te, es­tar via­jan­do a tra­vés de las si­mas in­ex­pli­ca­bles del pen­sa­mien­to, del tor­tuo­so mur­mu­llo en­sor­ti­ja­do de sus re­cuer­dos in­co­ne­xos, se­gún la lec­tu­ra in­tui­da en los plie­gues de su ros­tro de ga­lli­na vie­ja, y en sus ojos. Sobre to­do en sus ojos. El fre­né­ti­co aun­que es­tá­ti­co via­je de la mu­jer acen­tua­ba la pe­sa­dez de los mo­vi­mien­tos con que el hom­bre se des­pla­za­ba por el in­te­rior de la ca­ba­ña. Eran dos sa­té­li­tes tra­zan­do sus ór­bi­tas a cien­tos de ga­la­xias de dis­tan­cia pa­ra aca­bar con­flu­yen­do allí, ba­jo aquel for­tín de ma­de­ra hú­me­da y car­co­mi­da por el tiempo.

    El vie­jo guar­da­ba la es­co­pe­ta en­vuel­ta en un tra­po raí­do ba­jo la tram­pi­lla. Junto a ella, una ca­ja de la­tón. Dentro de la ca­ja de la­tón, los dien­tes de sus hi­jos. Un to­tal de cien­to no­ven­ta y seis dien­tes. Como ca­da día, abrió la ca­ja e in­tro­du­jo en ella la mano, des­pla­zan­do la ye­ma se­ca de sus de­dos por la fría su­per­fi­cie de las pe­que­ñas pie­zas ama­ri­llas, mien­tras mur­mu­ra­ba pa­la­bras inau­di­bles. Cerró la ca­ja, se san­ti­guó, y car­gó la escopeta.

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  • Tong-Nou. Una ¿crítica? de mrbd2000

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    …en Japón. Oh, Japón, la cum­bre ab­so­lu­ta de la ci­vi­li­za­ción desu se­gún los ca­da vez más fre­cuen­tes weea­boos del mun­do; una cul­tu­ra ca­paz de pro­du­cir ar­te­fac­tos cul­tu­ra­les de lo más in­tere­san­tes se­gún al­gu­nos oc­ci­den­ta­les cu­ya es­truc­tu­ra men­tal, di­fe­ren­te a la ni­po­na, sien­te una atrac­ción es­pe­cial ha­cia los es­tí­mu­los pro­vo­ca­dos por los mis­mos; una na­ción de ase­si­nos fas­cis­tas se­gún una gran par­te del con­ti­nen­te asiá­ti­co y un país re­ple­to de ro­bo­ces y chi­nos lo­cos xd se­gún la ma­yo­ría del res­to de mor­ta­les con una opi­nión (a su ma­ne­ra) so­bre el tema.

    «Pero, ¿qué tie­ne que ver to­da es­ta char­la­ta­ne­ría y mix­tu­ra de len­gua­jes con el es­pe­cial de Halloween de The Sky Was Pink?», se pre­gun­ta­rá el lec­tor abu­rri­do. «Un mo­men­to, dé­ja­me pen­sar», le res­pon­de­ría yo, in­ten­tan­do sa­lir del pa­so con una res­pues­ta que pu­die­se pa­re­cer mí­ni­ma­men­te creíble.

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  • Foribus. Un relato de Andrés Abel

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    Acaricias tu pro­pio bra­zo ani­mán­do­lo a re­cor­dar el ca­lor de fue­ra. El por­tal del edi­fi­cio siem­pre ha si­do fres­co, pe­ro hoy la di­fe­ren­cia de tem­pe­ra­tu­ra ha he­cho que se te pon­ga la piel de ga­lli­na. La puer­ta de la ca­lle se cie­rra de­trás de ti mien­tras prue­bas el si­guien­te in­te­rrup­tor. Tampoco fun­cio­na. Emites un chas­qui­do con la len­gua y mal­di­ces en voz ba­ja. Las no­ches son más cor­tas en ve­rano, pe­ro no me­nos oscuras.

    Las for­mas que co­no­ces se van de­fi­nien­do, ne­gro so­bre gris, a me­di­da que avan­zas en di­rec­ción al as­cen­sor. Enseguida te per­ca­tas de que es­tá abier­to, con la ca­bi­na apa­ga­da. Te me­tes den­tro de to­dos mo­dos. Ahora es el pa­nel di­gi­tal el que re­ci­be la ca­ri­cia de tu mano. Nada. Una nue­va mal­di­ción. Antes de di­ri­gir­te a las es­ca­le­ras echas un úl­ti­mo vis­ta­zo ha­cia la en­tra­da, a la te­nue luz de las fa­ro­las que atra­vie­sa los cristales.

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