Pensar es siempre pensar nuestro presente. Pretender pensar a través de las formas pasadas o futuras, o al menos hacerlo de forma univoca —partiendo de que es imposible, ya que un pensamiento futuro aún no está materializado y un pensamiento pasado será siempre una re-construcción desde nuestro sesgado paradigma — , conlleva el absurdo de pretendernos proyectar en formas que nos son ajenas, ajenas en tanto no hemos podido conocerlas: nuestro pensamiento está mediado por aquello que conocemos, por la impronta cultura del presente. Eso no significa que no podamos conocer otros tiempos. Aquello que hemos vivido pero ya no es presente, que es un pasado no-pretérito, sino próximo, podemos retratarlo en tanto se sitúa aún como parte de nuestro presente remoto, remoto porque no es exactamente presente, pero tampoco se puede negar que sea parte constituyente del mismo. Es pasado, aun cuando ejerce como presente. Presente porque permanece vivo en nuestro memoria, definiendo aquello que somos, a pesar de definirse pasado.
Agujero negro trata sobre el mundo de la adolescencia como lugar secreto, secreto incluso de adolescente en adolescente, que obliga a la creación de particulares guetos inaccesibles para los otros; la adolescencia, tiempo de las tribus urbanas —nombre perfecto en tanto atribuye en nominalismo aquellos rasgos que le son más propios sin por ello ser en exceso literal: un grupo de gente aislada en un entorno hostil, con intercambios simbólicos poco o nada frecuentes en otras tribus próximas, que crean cultura personal alrededor de ideas específicas que requieren ritos de iniciación para ser considerado merecedor de integrarse en la tradición tribal — , y por ello de las discrepancias nacidas de diferencias mínimas, superficiales, cuando no inexistentes. Lo que según una visión del mundo es ridículo o esperpéntico para otro puede ser motivo principal de orgullo; no es lo mismo una fan de David Bowie que una de Jefferson Airplane, no al principio de los 70’s, cuando ambas formas culturales son mutuamente auto-excluyentes. Las tribus, los espacios culturales autónomos, tienen una serie de vasos comunicantes que las interconectan, su propia condición de culturas adolescentes, que rara vez sirven para transmitir mensajes sin distorsionar su contenido: el otro es El Otro, el enemigo, alguien que no comprende nuestro modo de vida auténtico, por auténtico único, como única es siempre la enfermedad: infecciosa, común para todos, pero sin los mismos efectos sobre dos personas distintas. O sobre dos culturas.
Charles Burns, extrayendo de su vida las experiencias de adolescencia que retrata, no por ello cayendo en soporíferas tendencias auto-biográficas que con tanta ilusión se abraza como tendencia, describe la enfermedad desde su aleatoriedad, por aquello que tiene de fuga hacia ninguna parte: en pocos casos, es sólo una nimiedad sin cambios o una completa destrucción de los cimientos existenciales; en la mayoría, es un cambio brusco, en cierto grado traumático, que se busca sofocar a través de una comunidad de semejantes. Aunque aborda también la vida de estas comunidades, de estas tribus urbanas —en especial, la de chicos enfermos que se reúnen en el bosque — , su interés radica en el encuentro con aquellos que no han conseguido normalizar su vida a través del contacto con sus semejantes: sólo fija su mirada en ellos cuando es un tránsito hacia el secreto, bien sea hacia la comunidad normativa (quien se oculta de los normales) o hacia la comunidad de enfermos (quien oculta lo extremo de su condición incluso ante los de por sí anormales). Lo único que comparten en común es el hecho de pasar de la transparencia vital, condición de niñez, hacia la necesidad de ocultar ciertos aspectos de sus vidas, condición adulta. Lo traumático, la enfermedad, es saberse necesitando no ser absolutamente transparente; ya no son niños, ya no se les permite todo.
¿Cómo consigue renunciar a lo auto-biográfico, por extensión haciéndolo universal, a través de la ficción? Haciendo de la adolescencia, ese tránsito traumático entre niñez y edad adulta, enfermedad que, aunque maligna, en último término tiene cura: el tiempo. Enfermedad que deforma, oblitera, aniquila, haciendo de las personas otra cosa ajenas a lo que fueron en tanto niños; se definen por su enfermedad, no por aquellos que son, en tanto se sitúan en un tránsito incómodo entre estados. Son la oruga en crisálida convirtiéndose en mariposa —o mudando de piel, que es como salir del útero, en el caso de Chris—. Por adolescentes conmiserados en tanto señalados como enfermos, empeorando su estado: objetos de pena, apestados impenitentes, enfermos en edad, son tratados como perros apaleados más que como personas.
Aunque su enfermedad es una metáfora de la adolescencia, tampoco sería de recibo negar que pueda ser una referencia velada, quizás incluso consciente, sobre la gran enfermedad que encontró entonces su origen mediático: el SIDA. Los estrechos lazos entre adolescencia y enfermedad, entre adolescencia y SIDA —una enfermedad sexual en los 70’s que destruye jóvenes es un remiendo del SIDA al menos tanto como la adolescencia — , nos muestran hasta que puntos sufren un trato común ambos referentes; en tanto apestados, sospechosos de hacer algo inapropiado, merecedores sólo de compasión o desprecio, se ven alienados de su condición humana según más evidentes sean aquellos rasgos propios de su enfermedad. Es tolerable que no se note y tener buen gusto de callarlo, es intolerable cuando se hace evidente o se recalca la condición de padeciendo. No se perdona ya no ser niño ni aún adulto al adolescente, como no se perdona haber enfermado —de forma independiente a como haya acontecido, sin un juicio de supuestos de como ha ocurrido: el sidoso, como el adolescente, como el violado o el maltratado, es sospechoso hasta que se demuestre lo contrario— al que ya no está sano ni aún está muerto
Su cosntrucción bicolor, en blanco y negro, juego último de sombras, no hace más que enfatizar aquella sensación de soledad, de acecho, que impregna cada segundo de martirio. Esa locura de enfermedad, sea SIDA o adolescencia, deformidad física o mental, lleva a algunos más allá de la cordura: asesinato o suicidio, opciones de la soledad tenebrosa, absoluta, es el destino único para aquellos que no aprenden como aferrarse sanos al mundo. No hay sitio para el color. La adolescencia, como estigma de enfermedad, es mundo de sombras: sombras caníbales, que no dudan en arrastrar al infierno de los suplicios a quienes no saben o pueden sobreponerse al estigma que marca sus edades.
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