Acercarse al trabajo de Charles Burns es siempre una cuestión extremadamente delicada ya que, incluso cuando se modera, su trabajo requiere de ver mucho más allá de lo que hay en una lectura superficial. Su estilo, tanto argumental como visual, es intrincado y siempre con una serie de referencias que es necesario dominar para poder acercarse a él. No es una excepción su último trabajo, X’ed Out, es más, se hiperboliza en gran medida todos esos tics de Burns.
Nuestro protagonista, Doug, un día se levanta y descubre que hay un agujero en la pared de su habitación y, siguiendo a su gato muerto, se interna en él llegando a parar a un mundo distópico donde los hombres lagarto dominan el mundo. Explotando la estética de eurocómic nos hace una peculiar presentación de un viaje iniciático como el de Alicia en el País de las Maravillas. Todo lo que se desarrolla en este mundo es extraño y terrorífico, guardando ciertos paralelismos con el peculiar terror kitsch que tanto y tan bien cultivaría en su día la EC Comics. De este modo Doug, en bata, sin dinero y perdido en un mundo que no es el suyo se va topando lentamente con que esta nueva realidad es más parecido a un barrio pobre lleno de mutantes de Bagdad que a cualquier lugar de Occidente. Con esto presente lo único que puede hacer el pobre Doug es evadirse mediante flashbacks y sueños donde nos narra como era su vida.
Al otro lado del muro los recuerdos de Doug van dando saltos de un momento a otro dándonos pinceladas del peculiar cuadro que es su propia vida. Por un lado encontramos un Doug convaleciente de una herida en la cabeza solo y derrotado, necesitado de medicación para poder seguir adelante. Por otro lado, uno más joven, nos presenta la historia de como pretendía ser artista mediante performances y fotografías conociendo en ese trayecto a la muy especial Sarah. Aquí es donde vamos encontrando continuos saltos narrativos mientras nos cuestan la turbulenta historia de pasión entre ellos dos, el como va naciendo el arte entre ellos dos. Y como la relación con su padre va definiendo, lenta pero inexorablemente, el como es él en si mismo. Pero todos estos recuerdos parecen ser solo los dispositivos que disparan sucesos en la otra dimensión, en el mundo de las maravillas, donde encuentra los elementos que más marcaron su pasado. Hasta que punto este viaje hacia el infinito del subconsciente no es real es una incógnita.
Nada de esto se sostendría sí Burns no se arriesgara con cierta experimentación en lo estético y por supuesto, lo hace. Desde los simbolismos de los diferentes colores que aparecen hasta que Doug en el mundo más allá de su pared sea un émulo perfecto de Tintin, del cual usaba una mascara imitando su cara para sus performances. Todo parece estar medido al milímetro, no hay ni un solo trazo que no tenga una razón de ser en esta obra arquitectónica. Y esto se hace patente en el muy evidente cambio de dibujo entre la realidad y el mundo fantástico, sea cual sea cada uno de los dos, siendo uno más oscuro y maduro frente al otro, más amable y sencillo. Incluso la gama de colores y formas van variando aunando unos personajes y elementos con otros en una suerte de peculiar composición cósmica.
Después de todo, no se puede esperar otra cosa de un cómic el cual homenajea abiertamente al perturbador The Shooting Star del Tintin de Hergé. Como en aquel la lógica se doblega ante la perturbadora realidad pero donde Tintin se enfrentaba al poder de la naturaleza desatado Doug parece enfrentarse al poder del subconsciente corporizado. Todo lo demás son buenas dosis de noir y bien racionalizado terror psicológico adolescente que atenaza la vida pasada y define la vida futura de nuestro protagonista. En el principio de esta tetralogía solo nos queda esperar los finitos embates de una mente torturada.