Menos joven, de Rubén Martín Giráldez
Aunque matar al padre ya tiene incluso algo de cliché, no es difícil convertirlo en un concepto de interés radical cuando nos salimos de las manidas lindes del psicoanálisis. Situándonos más allá del antiguo ídolo conocido como Freud, nos encontramos con que la intención de matar al padre no es nunca porque acapare la sexualidad que sentimos castrada en nosotros —lo cual ha sido siempre una lectura necesariamente capciosa y personalista, como si las enfermizas obsesiones del austriaco fueran verdades universales— tanto como porque necesitamos siempre encontrarnos en una superación personal de aquel que nos enseño, y por ello ahorró tiempo al habernos transmitido lo que él tuvo que perder tiempo para aprender. El padre, y entendiendo que por padre no tenemos que entender un objeto biológico del cual procedemos genéticamente tanto como un padre educativo, la figura de nuestra idolatría, es aquel que tenemos que matar simbólicamente en su superación; uno no puede empezar a vivir, a crear un proyecto que sea absolutamente propio, si sigue aun atado de forma obsesiva al padre. La auténtica madurez es matar al padre, dejar de idolatrarlo, descubrir en él un colega.
Sólo a partir de esto se podría entender que El peinado de Calígula, el programa infantil favorito de niños y mayores del mundo post-apocalíptico que nos insinúa la narración que ahora existe, es el catalizador perfectamente calibrado de un sentimiento de culpa netamente contemporáneo: la incapacidad de matar al padre, de madurar de forma plena. Es por ello que en el programa los malos niños con cuerpos de adulto pueden ir para, caballo en ristre, volverse el azote (literal o metafórico, según prefieran) de aquellos ídolos que les decepcionaron en el pasado. Si la muerte del padre es la superación de la infancia, el convertirse en un igual donde poder dialogar con él de tú a tú, lo que acontece en Menos joven es su antítesis: nos encontramos con un intento de igualar al padre infantilizándolo a través de la humillación, de la retracción a la fase anal —antes dije que abandonaría el psicoanálisis y, sin embargo, aquí vuelve de nuevo, ¿acaso me estoy contradiciendo a mi mismo?¿No era más fácil y connatural a mi propio discurso afirmar que es una degradación objetual? Por supuesto, pero también en las críticas pueden colarse narradores capciosos — .
Bogdano cabalga su propia cabeza precisamente por lo mismo por lo cual hay una narrador capcioso o nos resulta imposible abandonar el psicoanálisis, porque su problema es exactamente el mismo en el cual estaba encerrado Freud: antes que enfrentarse con sus problemas, prefiere proyectarlos en los demás. Aquí el matar al padre se convierte en una necesidad para encubrir que se es incapaz de superar la genialidad del padre, aun cuando sea una genialidad malévola; Bogdano intenta huir del falso canon que creo para él su padre, aquel en el cual se le confería falsa prestigiosa autoría a obras menores, sumergiéndose en la destrucción de aquellos que nada tuvieron que ver con la conspiración de su padre. ¿Pero cómo matar al padre cuando no hay padre, cuando nadie ha ejercido de tal?
El ejercicio iconoclasta que desarrolla el avieso Rubén Martín Giráldez en su primera novela no es, en cualquier caso, un intento malévolo de ganarse el cielo de la alta literatura no un name dropping gratuito que poco aporta dentro del contexto de una novela, sino que más bien en él se contiene el germen de aquello que su protagonista reniega: la madurez del cual sabe que matar al padre es la única condición necesaria para desarrollar una voz propia. Es por ello que su voz es la voz de quien sabe que tiene que asumir una postura soviética, una en la cual se ejerce una retirada de tierra quemada en la cual se va cercando al enemigo a través de sumergirlo en las heladas estepas desconocidas quemando todas aquellas ciudades familiares en las cuales podría descansar y re-abastecerse; matar al padre es un síntoma de madurez, pero nadie se había atrevido hasta hoy de hacer de tal acto de necesidad una virtud en sí misma. Quemar a lo bonzo al padre, usarlo como arma arrojadiza contra todo aquello que creíamos estable y seguro en el mundo.
La impostura de Bogdano, aun demasiado sumergido en una infancia que le hace menos joven pero no más adulto, sirve como la perfecta antítesis —y por ello perfecto ejercicio narrativo, porque la forma acompaña danzarina al mensaje en tal acto— de lo que el autor declara para sí en la novela a través de un carnavalesco ejercicio de burla, fiesta y chufla. Todo cuanto acontece en El peinado de Calígula no deja de ser la triste representación de nuestro presente en el cual no podemos aceptar la calidad de una obra más allá del nombre que en ella se plasme; se ríe de nuestro odio infantil hacia algunos autores, padres que son maestros que han creado discípulos que los aman o los odian, cuando un buen hijo es aquel que llegado su tiempo lo mata: un buen hijo es aquel que sabe cuando madurar, cuando hablarse a su padre de tú a tú e, incluso, señalar aquello en lo que está equivocado. Sin rabia, sin triunfalismo, simplemente con la disposición crítica de llevar un paso más allá el saber que aun hoy es posible.