Todos nacemos perdidos. Si bien al venir al mundo ya tenemos familia o al menos sociedad que se ocupará de nosotros (y si no moriremos y entonces no importa nada), que nos guiará hacia la posibilidad de poder acabar buscando aquello que nos configure no sólo como personas, sino como ciudadanos de pleno derecho, la práctica es menos sencilla que la teoría. El camino es duro y lleno de sombras. La sociedad, con exceso de celo, nos impone una educación que busca obliterar cualquier noción de creatividad o infancia para convertirnos en adultos robóticos, esclavos, que sean eficientes para las necesidades creadas por su maquinaria; no buscan crear ciudadanos, sino trabajadores. Partiendo de esa premisa, es fácil entender por qué existe tal desapego por la educación. Cuando raro es el hombre capaz de encontrar su camino, o al cual puedan clarificar la posibilidad de su camino, allá donde todo está preparado para poder descubrir aquello que se anhela asir en su propio ser, es normal que nadie sensato quiera acercarse a los caminos donde se sepultó la autonomía en favor de hacer del ciudadano un simple títere de intereses espurios.
¿Qué es El guardián entre el centeno? Su protagonista: Holden Caulfield, adolescente: no arquetipo de la adolescencia, sino sustancia de la adolescencia. La mayoría de las personas jamás la superan. Partiendo de tal promesa, parece evidente que considerar que es un libro de adolescencia, que se agota en la medida que debe ser leído «a tiempo», durante un periódico específico de la vida, resulta ridículo; incluso si ningún hombre hubiera quedado estancado nunca en la adolescencia, tendría sentido leerlo en cualquier momento teniendo en cuenta que todos hemos vivido al menos una. Siendo que la mayoría todavía no han superado la culpable minoría de edad, merece la pena fijar la mirada en Caulfield por lo que tiene de tendencia humana.
¿Qué es Holden Caulfield? Un solitario, un hombre independiente, un incomprendido. Adolescente, en suma. La necesidad de sentirse superior al resto, de ser diferente —admitamos, por extensión, dos posibles subtipologías de adolescente que arrastra al protagonista y cuantos rodea: el deportista y el geek, el que necesita ser superior (de adulto, el cuñado y el tiburón) y el que necesita ser diferente (de adulto, aún geek) — , a pesar de que ni siquiera es capaz de saber qué quiere o necesita, es aquello que siempre han sido los hombres en mayor parte. No encaja porque nunca nadie encaja. Quien encaja en una sociedad enferma, pre-fabricada y perturbadora es porque está tan enfermo, pre-fabricado y perturbado como allí donde se siente cómodo; ser diferente no es ningún pedigrí, es la noción mínima de salud mental en sociedad.
¿Qué es la edad adulta? No la vida que llevan los adultos, que son adolescentes de rutinas trastocadas cambiando «profesores» por «jefes» como «clases» por «trabajo», sino aquello que nos permite saber lo que queremos, lo que en nuestro fuero interno deseamos, para perseguirlo hasta sus últimas consecuencias. Esa es la única verdad del mundo adulto. La racionalidad, su uso y disposición, el análisis de la existencia propia en perpetua evaluación para re-fundarla según los cambios vividos, es la mayoría de edad, la edad adulta: la responsabilidad personal y social es emanación, que no base, de alcanzar la mayoría de edad. Sólo cuando se alcanza aquello que es bueno para uno mismo, se puede hacer algo bueno para los demás. Alguien enfermo, obnubilado, dando tumbos por las calles buscando algo que desconoce o ni siquiera sabe estar buscando —como, de hecho, le ocurre al buen Caulfield: vagabundea, busca excusas, cambia de opinión, vuelve al punto de partida— no puede ayudar en nada a la comunidad que habita. Ni siquiera cuando está produciendo algo para ésta. Sólo cuando se centra, cuando descubre aquello que hay de especial en su interior y lo persigue y hace todo por vivir desde y para ello, es cuando se responsabiliza de su existencia y de las condiciones comunes de la existencia.
Lo que la mayoría entienden por madurez es sólo la pueril perversión de la edad adulta por aquellos demasiado encerrados en las castas de instituto. Instituto que, cabría no olvidar, no deja de ser el mecanismo disciplinario con el cual aplanar la voluntad: todos iguales, todos homogéneos, todos normales.
Permitámonos la fuga traductológica. The Catcher in the Rye, el catcher —recordemos: el jugador de baseball que captura la bola; si lo hace en el aire, interrumpe el juego rival y comienza la fase de bateo de su equipo— en el trigal. El recibidor oculto. ¿Por qué sueña Caulfield con un campo de centeno donde miles de niños juegan y él debe vigilarlos para que no se caigan por un precipicio como su modo de vida ideal, como su único deseo? Porque la metáfora resulta evidente. El bateador es la vida que le lanza la bola, él debe cogerla para convertirse en adulto; pero es imposible que se haga con ella: no se corre bien, el bateador lanza a ciegas y toda voluntad de cogerla debe partir, por necesidad, de sí mismo. Como es evidente, para el bateador es mejor si no consigue cogerla. Su sueño es extraño, pero lúcido: tiene que coger a los niños que se vayan a caer por el precipicio y dejarlos en tierra firme y ser el recibidor oculto del mundo: no desea ser niño, desea ser aquel que protege la infancia como guardián absoluto de la misma. Resulta evidente que Caulfield quiere ser escritor o profesor, evidente para nosotros que vemos sus aptitudes y sus anhelos, no para él que los habita
Es lógico que lo expulsen de Pencey Prep, como es lógico que lo expulsen de todos los institutos: no tiene voluntad de plegarse a la aniquilación del espíritu infantil, de la homogeneización normativa que hace de «ser adulto» indistinguible de «ser robot». Él quiere trotar, probar, jugar: ser un poco niño, no sólo adolescente, no pseudo-adulto de por vida. Al no ajustarse a los mecanismos de poder, es expulsado. Ejerce su contrapoder a través del deseo. Sólo que ante la imposibilidad de conocerse, de saber que contiene dentro de sí, va dando tumbos dejándonos claro con su vida sólo a nosotros, por lectores, por conocer aquello que es íntimo y secreto, que no a sí mismo, que desea crecer para guiar a los perdidos.
Perdidos como sí mismo.