Es innegable que la sociedad tiene un problema con la infancia. No hace falta más que leer los periódicos. Cualquier adulto con intereses culturales o cuya vida no orbite alrededor de la idea de la familia tradicional y el trabajo fijo es considerado inmaduro. Cualquier niño que se precie debe tener, además de las clases obligatorias, no menos de dos o tres actividades extracurriculares. Aprender inglés. Aprender chino. Hacer cualquier cosa menos jugar. Descubrir el mundo. Ser un niño.
Todo gira alrededor del trabajo. De la productividad. Y eso hace que, lo peor que pueda ser una persona, es ser un niño. Un ente improductivo.
Eso también llega al pensamiento. Todo aquello que no tenga un fin concreto se considera infantil. Estúpido. El zen, la filosofía, el divagar. Nada de eso merece la menor consideración. A fin de cuentas, nada de eso genera beneficios económicos. Aquello cuyo valor es el pálpito literario, la reflexión que va más allá de lo literal de sus palabras —que, por tanto, exige de interpretación — , se considera como algo inútil sin lo cual podríamos vivir. En el peor de los casos, algo sin lo que viviríamos mejor. Pero Walter Benjamin, maestro del divagar sin ninguna dirección concreta, fue el mayor defensor de la utilidad de lo inútil. Algo que se puede apreciar en Calle de sentido único.
Eso le valió varias décadas de olvido. Considerado un filósofo menor, no fue hasta el siglo XXI que fue rescatado por las periferias académicas. Más por artistas que por filósofos. Y sólo recientemente, por la academia en sí. Porque su obra, antes considerada infantil y poco desarrollada, ahora se interpreta como la clave para entender nuestro presente. Para articular una filosofía del futuro.
Su pensamiento fugaz, breve, pero nunca sentencioso, ilumina cualquier tema como lo hacen las preguntas de un niño: partiendo de la nada. De cero. No supone ningún conocimiento previo o suposición. Pregunta, con mirada infantil, abierto a cualquier clase de respuesta. Algo que consigue porque él no busca crear un sistema. Calle de sentido único son tanteos. Ficción, ensayo, filosofía; no queda demasiado claro el qué. Nunca un intento de dar respuestas absolutas que puedan interpretarse como unas gafas a través de las cuales observar el mundo. Puede ser cualquier cosa, pero no ideología.
Benjamin siempre coge la calle del medio. Aquello que no es evidente. Por eso su transitar por los caminos intransitables, por aquello que parece demasiado inane o estúpido para ser relevante, es lo que le hace ser relevante. Descubre la verdad no en las grandes respuestas, sino en las pequeñas preguntas.
Habla de juguetes, de estilo, de autenticidad, de Karl Kraus. No establece jerarquías. No pretende diferenciar entre conocimiento y entretenimiento. Ve el mundo como un campo de juegos. Un lugar donde no tiene porqué conformarse con jugar con un sólo juguete; no tiene porque interpretar lo real desde un sólo elemento. Juega con el pensamiento, con todo lo que contiene, para poder entender lo real desde su propia pluralidad infinita.
De ahí que se tome profundamente en serio el juego. Ni los juguetes ni la infancia son cosa de risa. En ellos se encuentra el germen de todo cuanto hay de sentido en el mundo: la posibilidad de jugar, de ser capaces de adaptarnos al ritmo de un mundo en perpetuo cambio, sin caer en la desidia intelectual del que cree que conoce el mundo porque su ideología lo explica.
Del que se cree mejor que los niños, que los inmaduros, porque él ha entendido algo esencial de la vida que se escapa a los demás.