La hipotética inmadurez del mundo de los videojuegos es uno de los lugares comunes más insidiosos de la crítica del medio: quienes defienden la necesidad de éstos por madurar, acaban siempre llenándose la boca con comentarios al respecto de la conveniencia de fijarse en su hermano mayor: el cine —como si madurar no implicara, necesariamente, no imitar al otro cuyas cualidades no comparto — ; quienes defienden que el videojuego está bien tal y como es, se obcecan en posturas cerriles por las cuales defienden que en tanto juego no necesita de nada más que ser divertido. El problema es que ambas posturas son profundamente infantiles. Porque si bien es evidente que cuando se valora la diversión por encima de todo se está en un mundo eminentemente infantil, en el sentido peyorativo de la palabra, cuando se habla de la necesidad de la madurez se está, como mucho, en el mundo de la adolescencia. Es por eso que si el videojuego quiere madurar, si quiere madurar de una forma saludable, no debería regirse por unas discusiones que se erigen desde unas posturas que son la antítesis de su pretensión; el videojuego, en primera instancia, debe descubrir sus propios mecanismos de madurez. Si es que no es ya maduro.
Si algo nos demuestra The Walking Dead, el videojuego de Telltale Games inspirado en la famosa serie de televisión nacido a partir del éxito del cómic todo ello homónimo, es que el videojuego ya está situado en medio de ese tan ansiado desembarco en las costas del buen juicio. Lo sorpresivo de ello, que no es sorpresa para aquellos que ni abandonamos ni sentimos la necesidad de defender nuestro sentido de la maravilla una vez arrojados en el mundo adulto, es que, además, el ejemplo de madurez nos llegue a través de una niña: Clementine.
El juego en sí no deja de ser un ejemplo de actualización de unas mecánicas oxidadas para ajustarlas al tono exacto de preferencia del consumidor moderno, haciendo así de una clásica aventura gráfica algo más próximo en la forma a una serie de televisión interactiva. Porque si The Walking Dead tiene un mérito particular es su capacidad para ser todo aquello que debería haber sido la serie de televisión —si me apuran, incluso también el cómic— y, sin embargo, no ha sido: un sentido narrativo que mantiene la tensión de forma constante, una constante búsqueda de la empatía con los personajes y un sentido del drama hiperdesarrollado —ésto último tan hiperdesarrollado que cae en el mismo agotador defecto que el cómic: al ocurrir desgracias, sólo desgracias, sin ningún triunfo posible, acabamos insensilizados ante lo que les ocurra a los personajes: es tan excesivo que acabámos ahogándonos en él. Todo ello únido a mecánicas clásicas actualizadas para encontrarse con el jugador actual, el cual ya ha renunciado a la búsqueda exhaustiva de objetos con recompensa mínima como un modo de entretenimiento válido.
Por eso, en lo jugable, The Walking Dead se sostiene bajo dos mecánicas interesantes: el límite de tiempo para dar una respuesta en las conversaciones y la implementación de momentos de shooter. Lo primero, ya lo conocíamos de aquella ignorada joya que es Alpha Protocol; lo segundo es un interesante cambio particular al respecto de los mecanismos clásicos de la aventura gráfica: en conjunto, no deja de ser una acumulación de cinemáticas que se sienten como un videojuego porque, de vez en cuando, se nos exige decidir o interactuar con las pantallas en un controlado tiempo de interacción con el mismo. ¿Se pierde el juego entonces en favor del video? No en tanto hay mecánicas de juego, por laxas que éstas sean.
El mérito más ostentoso, aunque el más discreto, que podemos achacarle, es su capacidad para haber hilado una narrativa que, incluso siendo una herencia evidente de lo cinematográfico, está conectada de forma orgánica con los mecanismos propios del videojuego. Es como ver una serie en la cual nosotros decidimos los aspectos más relevantes al respecto del personaje regidor de la misma.
¿Por qué es importante entonces el personaje de Clementine? Porque es la brújula argumental que nos guía en un sentido puramente lúdico a lo largo del juego: en tanto estamos al cargo de ella, nuestras acciones tienden naturalmente hacia la defensa y consideración de ésta como un eje articulador de nuestros actos; Telltale trampean nuestras emociones de un modo burdo, pero tremendamente efectivo: tenemos que guíar y proteger a una niña cuyos padres sabemos, con bastante probabilidad, muertos. He ahí que los mecanismos no se reducen a lo audiovisual, ya que la implicación nos la exige con respecto de ella. De éste modo, al situarnos en una responsabilidad dada y atarnos a ella emocionalmente, sólo podemos jugar jugando con Clementine; es imposible ponerse al mando y pararse a ver una película, no decidir nada, no elegir nada, porque nos han implicado personalmente con una niña. Una niña que no es real, que no existe, pero que de hecho moriría si nosotros no hicieramos nada: a través de un recurso argumental burdo, de primero de psicología, consiguen nuestro progresivo, aunque bastante automática, introducción en el papel de Lee Everett.
Esta implicación se da entonces por aquellos mecanismos por los cuales interactuamos de forma más evidente con Clementine y con el mundo, como la posibilidad de elegir que es lo que contestaremos en cada ocasión cuando nos hable otro personaje, sumergiéndonos de forma periódica en la psique de un hombre que moldeamos a partir de nuestras propias expectativas que tengamos al respecto de él. Porque Lee Everett nos es dado sólo hasta un cierto punto, todo lo que hagamos con él —y, también, al respecto de las lagunas de su pasado— se decidirá a partir de lo que nosotros decidamos que él debe ser: esa implicación, imposible en la literatura o el cine, es la que hace de The Walking Dead no sólo un juego excelente, sino un juego que nos demuestra que el medio ya está inmerso en su propia madurez. Nuestra elección de que decir en cada ocasión, que hacer en las situaciones críticas, define a Everett tanto como su propio pasado. ¿Qué es la madurez si no saberse uno mismo responsable de sus actos y, por extensión, buscar la manera más efectiva de ser consecuente con éstos?
Es por eso que el juego nos propone, como a Clementine, un tour de force emocional por eso que llamamos «madurez»: no es algo que se alcanza, si no a lo que se llega a base de darse topetazos con la vida. Muchas personas nunca llegan a la madurez, porque se abrazan a la adolescencia pueril de creer que ser adulto es obliterar toda conexión con lo fantástico y lo lúdico como mecanismos a través de los cuales experimentar el mundo. Es por eso que los videojuegos maduran como maduran los hombres, cuando descubren que sólo lo harán cuando respeten su jugabilidad como un mecanismo a partir del cual narrarnos una historia.