En tanto animales, los seres humanos tenemos en nuestro interior una serie de instintos que hacen de nuestras reacciones algo volátil, confuso e imprevisible, que no siempre podemos controlar de forma razonable. Aunque ese no es el único problema con nuestro subconsciente. También nuestros sentimientos se suelen asociar con aspectos que rara vez podemos dilucidar conscientemente, haciendo que la razón, la capacidad que nos separa del resto de los animales, resulte, en el ámbito personal, algo demasiado difuso en la mayor parte de los aspectos de nuestra vida; aunque capaces de dominar nuestros propios instintos, no del todo irracionales por extensión, nuestro problema es que, en no pocas ocasiones, decidimos dejarnos llevar por nuestro lado animal en vez de dejar que la consciencia haga su trabajo. A veces no queremos escuchar lo que tiene que decir el sentido común sobre nuestros actos. De ahí que el problema sea, en último término, doble: que ni hemos eliminado del todo nuestros instintos ni somos capaces siempre de dominarlos.
A Edogawa Ranpo le gusta jugar en los límites de lo racional, el punto en el que el sinsentido se encuentra con las circunstancias extremas que puede depararnos nuestra existencia. Aunque sinsentido no significa necesariamente animalismo. Ranpo observa los límites de forma sosegada, siempre con un pie en la razón y otro en la sinrazón, para hilar todo desde un acercamiento puramente intelectivo, basado en una narrativa sutil: está tan interesado por presenciar la degradación de un ser humano virtuoso o racional en un monstruo incapaz de cumplir sus deseos sin autoinmolarse, como la escena contraria, haciendo de alguien reducido hasta la pura animalidad un ser más racional que cualquier otro pretendidamente humano.
En La oruga nos cuenta la historia de un hombre que es un condecorado héroe de guerra que cae herido en batalla y, para ser salvado, tienen que amputarle las cuatro extremidades. En el proceso, también se queda sordo y mudo y, con el tiempo, se va haciendo deforme al hacer que su único modo de comunicarse con su mujer sea a través de cabezazos contra el suelo. Al sólo poder dormir, comer y leer en la medida de sus posibilidades, también va aumentando su peso hasta hacerse bastante obeso, lo cual le hace parecer la oruga del propio título: su única manera de moverse es impulsándose con sus muñones arrastrándose con la barriga en un repulsivo movimiento similar al de las orugas. Mientras, todo lo que puede hacer su mujer es cuidarlo recibiendo la conmiseración de todos los que la rodean, que la consideran una santa. Salvo por el hecho de los deseos que se van despertando en ella con el tiempo: cada vez se siente sexualmente más excitada y, al mismo tiempo, siente la necesidad de herir a su marido.
Todo avanza como cabría imaginar. Salvo porque Ranpo es bastante más sutil de lo que cabría esperar, o de lo que lo han sido después sus alumnos aventajados. En ningún momento presenciamos escenas de verdadera violencia, sea física o sexual —salvo una excepción, por lo demás inesperado — , pero pueden intuirse por el modo que tiene de describir el ambiente y los pensamientos de la mujer; sus pensamientos son la violencia psicológica que imprime en la negación de sus pulsiones: sus actos son cada vez más violentos en potencia porque se niega la posibilidad de liberarlos. Todo lo que hace acaba siendo un reflejo irónico de lo que haría una esposa abnegada. Su pensamiento nos abre la puerta a la violencia soterrada de sus actos. Sin embargo, nunca llegamos a saber qué piensa él.
Ese movimiento doble que decíamos al principio es la clave. Donde el marido no ha eliminado del todo sus instintos (dejándolos fluir libremente), deviniendo animal, es donde su mujer no es capaz de dominarlos (intentando sublimarlos), deviniendo en un monstruo: la diferencia es donde sitúa cada uno de ellos la posibilidad de herir al otro. Si en todo momento sabemos qué piensa ella es porque todavía es humana, condición que para él ya ha quedado vedada. Pero cuando finalmente ella estalla, cuando no puede contener más el deseo sublimado, todo acaba de forma trágica: deja ciego a su marido, quitándole el último resquicio que le conectaba con el mundo. Incluso entonces, él decide hacer una última cosa antes de suicidarse: perdonarla por quitarle la vista. Él todavía tiene el instinto, la necesidad de proteger a su mujer, la persona amada; ella no es capaz de dominar su instinto, la necesidad de herir a su marido, la persona odiada.
En cualquier caso, Ranpo no está juzgando los eventos. No hace un juicio moral, no intenta determinar culpables, sino que considera a ambos víctimas de las circunstancias. Donde la razón les condena el instinto los libera, donde el instinto los condena la razón los libera. Ese es el doble movimiento trágico de la humanidad. Incluso si creemos que la razón nos salvará, tal vez ella sea nuestra condena — incluso si creemos que el instinto nos salvará, tal vez él sea nuestra condena.