El seppuku de Buda. Sobre «El pabellón de oro» de Yukio Mishima

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Los usos li­te­ra­rios del amor son in­fi­ni­tos, co­mo in­fi­ni­tos son los usos exis­ten­cia­les del amor. Todo y na­da ca­be en su seno. La be­lle­za, la pu­re­za y la em­pa­tía se con­fun­den con el amor só­lo en la mis­ma me­di­da que la amis­tad, el se­xo y la fra­ter­ni­dad; nin­gu­na re­li­gión re­nun­cia a ex­pli­car las co­sas des­de el amor, co­mo nin­gu­na po­lí­ti­ca se atre­ve ja­más a acer­car­se al mis­mo: tan vo­lá­til e in­apren­si­ble es, que ha­ce te­mer in­clu­so a aque­llos que no te­men na­da, que pro­fa­nan to­do. Amor, ins­tru­men­to inú­til. Inútil no por­que no sir­va pa­ra na­da, sino por­que es inú­til co­mo he­rra­mien­ta, ya que es im­po­si­ble con­tro­lar­lo. Se es pa­ra, o en, el amor por­que siem­pre es­ta­mos den­tro de su ra­dio de in­fluen­cia; quien per­ma­ne­ce fue­ra no pue­de en­ten­der­lo ni do­mi­nar­lo, quien per­ma­ne­ce den­tro tam­po­co. Como fuer­za es tan mis­te­rio­sa co­mo pe­li­gro­sa, co­mo sen­ti­mien­to es tan in­men­so co­mo trá­gi­co. Quizás, por eso, literario.

Acercarse ha­cia la obra de Yukio Mishima sin par­tir de que es una ex­ten­sa bi­blio­gra­fía so­bre los usos y lí­mi­tes del amor, des­de lo más al­to has­ta lo más ba­jo, es li­mi­tar nues­tra vi­sión al res­pec­to de lo que pre­ten­de con­tar­nos. Sus his­to­rias son ín­ti­mas, ocu­rren en el co­ra­zón de las per­so­nas, pe­ro tam­bién en el co­ra­zón de la so­cie­dad; no só­lo hay pen­sa­mien­to o sen­ti­mien­tos, sino ac­tos que re­per­cu­ten so­bre sus vi­das y en las de cuan­tos les ro­dean. Es ló­gi­co. El amor co­mo fuer­za mo­triz del mun­do, de lo hu­mano, re­sul­ta evi­den­te des­de el mo­men­to que es la pa­sión por la cual se na­ce y se mue­re; en la ma­yo­ría de oca­sio­nes se en­gen­dra, co­mo se ma­ta —aun­que la ma­yo­ría de ase­si­na­tos ocu­rren por mo­ti­vos eco­nó­mi­cos, en es­te ca­so de­be­ría­mos afi­nar pa­ra com­pren­der que el amor por el di­ne­ro es el mo­ti­vo — , por amor. Nada es­ca­pa del amor. No des­de lue­go el pro­ta­go­nis­ta de El pa­be­llón de oro, que en tan­to el amor le rehu­ye es él quien abra­za la ena­mo­ra­di­za pa­sión de dar­se al en­cuen­tro con el ob­je­to de su pa­sión. El ob­je­to de su amor, el Kinkaku-ji, Templo del pa­be­llón de oro, cu­yo nom­bre for­mal, Rokuon-ji, Tempo del jar­dín de los cier­vos, nos re­sul­ta des­co­no­ci­do; el por qué del nom­bre, se con­tie­ne ya des­de el tí­tu­lo: su be­lle­za es fas­tuo­sa, im­po­si­ble, do­ra­da. Belleza que no pue­de re­pu­diar el co­ra­zón del hom­bre. Aceptemos en­ton­ces que, aun sien­do tem­plo bu­dis­ta y por ex­ten­sión re­fle­jo del zen —lo cual se­ría el cen­tro mis­mo de la no­ve­la, ya que «si en­cuen­tras al Buda en el ca­mino, má­ta­lo» — , es tam­bién re­pre­sen­ta­ción del amor: su pu­re­za es la de aque­llo que pue­de ser ama­do, aque­llo be­llo por sí mis­mo, que por su con­di­ción no pue­de co­rres­pon­der de mo­do alguno.

La no co­rres­pon­den­cia es el trau­ma de Mizoguchi, jo­ven feo, no ho­rren­do, pe­ro sí po­co agra­cia­do co­mo pa­ra que su com­ple­jo le lle­ve a po­der ad­mi­rar de for­ma pro­fun­da, in­trín­se­ca a su pro­pia feal­dad, la be­lle­za del mun­do; el Kinkaku-ji es la be­lle­za más pu­ra que ha co­no­ci­do, co­mo su ma­dre es la feal­dad más ex­tre­ma que co­no­ce: la be­lle­za, co­mo re­sul­ta evi­den­te, no es só­lo ex­te­rior: el Kinkaku-ji es her­mo­so por fue­ra co­mo lo es por den­tro, por su con­di­ción de lu­gar de cul­to bu­dis­ta; su ma­dre es fea por fue­ra co­mo lo es por den­tro, por su con­di­ción de irre­me­dia­ble egoís­ta ob­se­sio­na­da, co­mo só­lo pue­den ser­lo los mi­se­ra­bles, con el di­ne­ro y el po­der. La be­lle­za ema­na de la be­lle­za, co­sa que per­ci­be Mizoguchi, lo cual le ha­ce sen­tir con­fu­so. Confuso por­que si bien no es re­pul­si­vo, su (au­sen­cia de) be­lle­za ex­te­rior no co­rres­pon­de a su be­lle­za in­te­rior, ¿aca­so no de­be­ría co­rres­pon­der su as­pec­to con sus emo­cio­nes? Y si es feo, ¿aca­so no sig­ni­fi­ca que en­ton­ces de­be­ría ser de igual interior?

No ade­lan­te­mos acon­te­ci­mien­tos, o no al me­nos en tan­to qui­zás ha­bría otra pre­gun­ta más im­por­tan­te, ¿por qué si no es frío ni ca­lien­te, ni be­llo ni re­pul­si­vo, sino ti­bio, nor­mal ti­ran­do a feu­cho, co­no­ce de for­ma ín­ti­ma la be­lle­za del mun­do? Primero, a tra­vés de su pa­dre, que afir­ma del Rokuon-ji que es la co­sa más be­lla del mun­do; des­pués, a tra­vés de Uiko, la jo­ven más her­mo­sa que ja­más ha­ya vis­to. El pro­ble­ma es que el Rokuon-ji, co­mo Uiko, des­pre­cia la feal­dad de Mizoguchi: don­de uno le re­cha­za por su feal­dad in­te­rior, la otra lo re­cha­za por la ex­te­rior. La se­gun­da es la más pro­ble­má­ti­ca en ori­gen. A par­tir de ahí le de­sea la muer­te, pi­de a los cie­los que se la lle­ven, lo cual le es con­ce­di­do. ¿Qué es en­ton­ces lo que ha­ce con el Kinkaku-ji, su in­cen­dio, si no un re­fle­jo in­ver­so de to­do aque­llo que hi­zo por Uiko? Ahora re­cha­za­do por feo por den­tro en vez de por fue­ra, en vez de de­sear ac­túa, in­vo­can­do a la hu­ma­ni­dad don­de an­tes lo hi­zo con los dio­ses. Aunque el re­fle­jo es in­ver­so, las ac­cio­nes va­rían, el re­sul­ta­do es el mis­mo: la des­truc­ción de aquel ob­je­to de­sea­do, que amó de tal for­ma que su os­cu­ri­dad só­lo pu­do destruirlo.

Aquí el Buda, en sus ma­nos la katana.

Mishima, maes­tro de re­fle­jos, ya que re­pre­sen­ta la feal­dad in­te­rior co­mo ex­te­rior y los fan­tas­mas re­fle­ján­do­se en tar­ta­mu­deo, su au­tén­ti­ca feal­dad, nos lo mues­tran co­mo el hom­bre mi­se­ra­ble que es; ¿sig­ni­fi­ca eso que fue­ra, en su in­te­rior, os­cu­ro? No tan­to, ya que nun­ca de­ja que esa de­men­cia es­pu­ria cai­ga, en ex­clu­si­va, so­bre los hom­bros de su pro­ta­go­nis­ta: Kashiwagi, su com­pa­ñe­ro, le arras­tra por los ríos os­cu­ros del co­ra­zón pa­ra ha­cer­le ver co­mo la re­pug­nan­cia ex­te­rior de­be lle­var a la in­te­rior, co­mo de­ben des­truir to­do aque­llo que es be­llo y pu­ro con su co­rrup­ción. Muchachas, el ar­te, el mun­do mis­mo si es­tu­vie­ra en su mano. Aquí Mizoguchi ol­vi­da la di­fe­ren­cia cua­li­ta­ti­va: don­de Kashiwagi es re­pul­si­vo en sí mis­mo, su ma­yor feal­dad es la im­po­si­bi­li­dad de ex­pre­sar­se de for­ma co­rrec­ta. No po­der ar­ti­cu­lar las pa­la­bras bien es lo que le ale­ja del mun­do, por re­pul­si­vo, en su in­ca­pa­ci­dad pa­ra cris­ta­li­zar su pen­sa­mien­to en ha­bla; el ha­bla fea da el as­pec­to de un pen­sa­mien­to feo, no sig­ni­fi­ca que sea feo.

Del mis­mo mo­do, ni si­quie­ra el Kinkaku-ji es pu­ro, o es más pu­ro de lo ima­gi­na­ble: el prior, que se su­po­ne maes­tro del zen, es afi­cio­na­do a las vir­tu­des po­co cas­tas de las geishas. Pero del mis­mo mo­do, ahí ra­di­ca su pu­re­za: en su hu­mil­dad ab­so­lu­ta, en su sa­ber­se hu­mano y de­jar­se arras­trar por ello, tam­po­co re­nun­cia a arras­trar­se co­mo si fue­ra lo más ba­jo den­tro de la cu­ria zen por el ho­nor, o el al­ma, de su alumno des­ca­rria­do; es el re­fle­jo del Kinkaku-ji que es el Rokuon-ji. ¿Por qué lo in­cen­dia en­ton­ces si des­cu­bre esa pu­re­za? Porque sa­be que to­da be­lle­za lle­va ya tiem­po ale­ja­do de la opi­nión pú­bli­ca, es­con­di­da en el co­ra­zón del mun­do; por­que in­mo­lar el ob­je­to amo­ro­so tam­bién es un ac­to de amor en tan­to acep­ta­ción de la im­per­ma­nen­cia de to­do cuan­to exis­te. Uiko fue be­lla, mu­rió y ya no es na­da; co­mo su con­tra­par­te, a la jo­ven viu­da que es­pía des­de el Rokuon-ji, que fue be­lla y pu­ra y des­pués mu­rió su ama­do y fue be­lla e im­pu­ra. ¿Acaso era jus­to que al­go pu­die­ra ser be­llo y pu­ro de for­ma eter­na sin que, si­guien­do el ca­mino del zen, de la ver­dad uni­ver­sal, no lo ma­ta­ra co­mo al Buda?

El amor tie­ne in­fi­ni­tas for­mas y no por amar se tie­ne que ser ama­do. Esa es la esen­cia del des­cu­bri­mien­to del mun­do. Cuando se acep­ta, o no se acep­ta, es cuan­do de­be­mos asu­mir la úni­ca reali­dad cog­nos­ci­ble del co­ra­zón: hay tan­tos amo­res co­mo hom­bres y es utó­pi­co creer que se pue­den en­ten­der, de for­ma ab­so­lu­ta, los in­ex­tri­ca­bles ca­mi­nos del corazón.

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