Pasaba las tardes comiendo galletitas saladas y masturbándome. También cocktail de frutos secos y fruslerías varias. No podía dejar de cascármela. Me bastaba un ombligo o unos pies furtivos, piel bruñida por los rayos catódicos, cualquier cosa que echasen por la tele servía para desfogar. A veces estornudaba y confundía un papel con otro. Por las noches bajaba al döner de Julianne. Estaba a cuatro minutos del hotel, siempre la misma pasta verdosa y el queso rulo de cabra con mostaza dulce. No podía evitar dejarme secuestrar por el silencio, luego cerveza hasta las tres de la mañana. Ella me la chupaba. Cada vez peor, debo confesar. Vomitaba con el tenis australiano de fondo y el zumbido de la nevera portátil. Ese bramido eléctrico se te pega a los tímpanos como la sal del mar. Las galletitas no se habían movido de la mesa y no saben cuan fortuitas pueden resultar frente a un apetito repentino. Ganaba 2500 limpios al mes. Con 24 años. Cambié de hotel seis o siete veces por toda la costa alicantina. En Madrid hubiese muerto.
Pese a todo, nunca llegaba tarde al estudio, aunque pasase más tiempo cagando que grabando. Los limpiapistas hacían su trabajo, tenían monitorizado hasta el último cable. Y uno de ellos era mi camello; por la cuenta que le traía y los dos o tres pollos diarios, era el más eficaz de aquella plantilla de sudacas. En 6 meses no aprendí valenciano pero sí un puñado de formas diferentes de gestionar mis adicciones. Por supuesto, mi hija y mi mujer no sabían nada. Cuídate esa tos, te echamos de menos, cuando vuelves, has conocido a alguien famoso, por qué no llamas. La culpa no era de la coca, sino mía, pero el almizcle de mis hormonas sólo me dejaba oler miedo y mentira. Siempre evité las fotos, aunque todo el mundo quería salir en ellas. Pasadas las 4 me escondía en mi habitación, huía del asedio noctámbulo, de los licántropos. Excepto aquella noche. Estaba tirado en el césped de un parque cuando dos policías me despertaron. Alrededor mío, una constelación de bolitas de papel con poemas garabateados en su interior. Bolitas rojas con formas de órganos: un riñón, unos sesos, un puño cercenado. Claro que estaba contaminando, pero con algo más tóxico que la celulosa. ¿Qué hay de mi alma infectada, del ácido de mis arterias, EH? Me cazaron.
Horas antes estaba distraído en un bareto guiri. Como toda la clientela iba disfrazada de Halloween consideré que mi aspecto de herrumbre no desentonaba. Estuve bebiendo solo, al menos durante un rato. Una chavala disfrazada de novia de Chucky se me acercó y deslizó el dedo índice de su mano derecha por la mía. Escudriñé su silueta sin despegarme de la barra. Una cadencia leve interrumpida por las protuberancias de mis cicatrices, desde el dedo corazón hasta el pliegue de la muñeca. Retiré la mano como un resorte y dejé a un lado el vaso de tubo para rascarme las cosquillas; bajo su careta se escapó una risilla pícara. En dos minutos estábamos follando frente al espejo del baño, empujándonos el uno contra el otro con ira y violencia. Queríamos rompernos. Ella respiraba con fatiga tras el plástico e hizo un amago, un gesto para quitarse la careta. No lo consentí. La estampé contra los azulejos, tapándole la boca y permaneció resoplando un par de minutos más, lo que tardé en correrme. Me ardía la piel, me latían las sienes y los músculos de mis piernas se tambaleaban hasta que perdí el equilibrio. Un movimiento sísmico que ya no era consecuencia del sobreesfuerzo, sino del pánico. Y salí pitando.
Esa chica era mi mujer. A las dos y media de la tarde su tren llegó a la estación de Alicante. Cogió un taxi abrazada al bolso que yo le regalé. Se personó en la recepción del estudio y un capullo le facilitó mi dirección más reciente. Le dio las gracias. En media hora estaba frente al conserje de un hostal hablando de mi último ataque y la posterior expulsión vitalicia que supuso, hace exactamente tres días. Ya tenía firmado el parte y no creo que hubiese demandado después del acuerdo económico que le prometí. Ella suspiró, miró el reloj y preguntó por el comedor. Bajó unas escaleras hasta la zona del restaurán y comió con pesadumbre; llamó a su madre, quien había quedado al cargo de Elena, nuestra hija. Solo serán unos días, afirmó. En torno a las seis de la tarde ya había dado con mi paradero, el número de habitación y mi disciplinado horario de juergas. Entregó una fotocopia del DNI y se registró oficialmente en la habitación contigua a la mía. Compró la careta y aquel peto de plástico por el paseo marítimo y preguntó por mí enseñando una de las fotos del cuaderno universitario. Dio las gracias varias veces más.