Después del affaire Agustín Fernández Mallo donde su «El hacedor (de Borges), Remake» fuera retirado de las estanterías vía demanda por la viuda del autor remakeado, hubo algunas propuestas con respecto de hacer algo contra éste atropello. La más valiente e interesante, que no por ello extremadamente obvia, era hacer una serie de remakes donde, de forma totalmente popular, se añadieran la mayor cantidad posible de éstos para articular un artefacto como método de protesta. Ya que la cosa devino finalmente en una selección de elegidos donde al principio había una propuesta original —hecho que, al menos aquí, no abordaremos en lo poco acertado de su forma de abordar — , finalmente decido publicar aquí mi humilde aportación para que no se pierda entre los bits de discos duros varios. Con ustedes, el remake (mío) del remake (de Mallo) del remake (de Borges) de un fragmento de «La Divina Comedia» de Dante Alighieri.
Paradiso, XXXI, 108
La cara, en tanto reflejo en perpetuo cambio y degradación de la inmanencia humana, es un registro de las etapas del hombre: la metáfora de la condición fluctuante del ser. Antes de tener un nombre, o un pensamiento que transmitir, todo hombre posee primero un rostro que evoca el diminuto fulgor existencial precedente de sí mismo. Nadie comienza su vida como playa de arena virgen donde hacer de sus pasos un traer al mundo su condición de lugar pues, todo el que nace, incluso el universo, ya acontece atravesado por los rasgos contextuales de su tiempo anterior. No hay nada en el mundo que no les recuerde que todo cuanto existe ya estaba allí antes que ellos.
Huyendo del pasado anterior, el hombre devendrá caminante en la necesidad de encontrar un lugar en el mundo que pueda llamar hogar; el sitio donde poder cartografiar los rasgos miméticos de sí mismo en su paisaje. Cada ciudad, comunidad y persona tiene su propia orografía, tanto física como sentimental, que se va modelando a lo largo del tiempo, indefectiblemente, hasta conformar su cambiante personalidad. Cuando el hombre encuentra su lugar, la cartografía exacta de su rostro, se afianza en esa ciudad, comunidad o persona para dedicarse a la contemplación de su propio rostro reflejado en el otro; en un otro anterior a su propio ser.
Jaime lo vio como un flash de luces sobre el yermo cielo nocturno de hormigón; Guillermo como la fría paz de los suburbios plagados de cadáveres; Felipe “La maquina de amor” como un color innombrable situado más allá de la posibilidad del pensamiento.
Pero la condición sedentaria de los hombres es efímera, lo cual produce que sus rasgos se vayan deteriorando inexorablemente, quemándose en la búsqueda del tiempo perdido, mientras rastrean las simetrías del mundo a su alrededor. Aunque la mayoría no encuentran jamás el hecho de que el mundo que una vez supieron microcosmos no es ahora más que un desconocido, sólo miran con resignación en sus espejos las grietas inexcusables del recuerdo; pueden verlas e ignorarlas. Quizás el reflejo de unas pestañas, inquisitivas protectoras de la mirada, les remitan una mirada que, un día, adornó su puerta.
Es posible que siempre se quedara con ellos ese antiguo gesto sutil incrustado en la corona de gloria que portaba el camino ensangrentado, el andar como porteador de oxígeno para el desconocido fluir de una hemoglobina configurante. Sabían que su camino era abrupto y escarpado, pero nunca se pararán a pensar que las bellas colinas de la paz se encontraban tras de sí.
Quién sabe quién sacrificará mañana al extraño que camina entre las nubes oscuras de sus miradas, nómada de la memoria jamás perdida.