Nada hay más difuso que el pasado. Aun teniendo registros orales u escritos, ruinas y referencias, todo cuanto nos llega de cualquier otro tiempo siempre está filtrado en parte por la casualidad y en parte por lo que aquellos que lograron hacer oír su voz con mayor claridad, generalmente los poderosos, han querido transmitir sobre sus vidas. De ahí que cualquier visión del pasado esté mediada por cierto sesgo imposible de evitar. Y si bien no podemos conocer de forma objetiva el pasado —algo que no debería suponer ningún problema, ni metodológica ni ontológicamente, pues tampoco conocemos objetivamente nuestro presente — , sí podemos hacer una reconstrucción aproximada del mismo. Aunque rara vez el pasado en sí sea lo que nos interesa a la hora de echar la vista atrás.
Resulta sencillo entender porqué es tan difícil hacer una buena película de época. La posibilidad de caer en todos los lugares comunes inimaginables es más que probable y, de hacer una selección más sutil de elementos a representar, el extrañamiento que puede provocarnos dada la tremenda diferencia entre nuestras expectativas creadas por la imagen que teníamos de esa época y lo representado puede, sin ningún probable, dejarnos fuera de la película. ¿Cómo puede abordarse entonces una historia que no transcurra en nuestra época? Haciéndola venir al presente, desarrollando su forma a través de los rasgos que comparte en común con nuestra tiempo.
A la hora de filmar Maria Antonieta, Sofia Coppola evita caer en los lugares comunes propias de cierta forma de historiografía disfrazada de novela. No olvida estar haciendo un trabajo narrativo. Nos cuenta la historia no desde el supuesto del mito o de la gobernante, sino de aquello que era: una adolescente. De ahí que todo sea una sucesión de fiestas, liberaciones y problemas de alcoba que, aunque puedan parecer ridículos o inanes —que de hecho pueden serlo, pero sólo en tanto la protagonista es ridícula e inane como lo son todos los adolescentes — , no sólo remiten al propio cine de Coppola, sino a la experiencia que todos los mayores de cierta edad compartimos: la tensión existente entre ser joven y vivir en el mundo perfectamente reglado de los adultos. No sólo confrontar las figuras paternas o aquellos amigos que tienen otras expectativas vitales diferentes a las nuestras, sino también aprender a movernos por un mundo que no está hecho a la medida de la juventud, sino de los intereses creados de aquellos acostumbrados a un constante juego de máscaras.
Esa tensión es lo que nos transmite la propia forma de la película. Siendo un drama está cargado de humor, habiendo escenas enteras que sólo se entienden desde pequeños gestos irónicos; siendo una película de época no tiene una fotografía conservadora, sino que siempre se busca el ángulo o el plano no necesariamente más ominoso, pero sí el que permita recrearse más con cada detalle del exceso rococó del que hace gala. Lo que cierta clase de críticos, los mismos capaces de rechazar de entrada una película por su tema (adolescente) o su uso de los colores (pastel), llamarían «estética vacía». Incluso sí, como aquí, ese vaciamiento está más cargado de significado que sus palabras.
Todo eso puede pasar desapercibido al espectador. Sin embargo, existe otro plano formal donde la película destaca de tal manera que es imposible pasar por alto su labor: el apartado sonoro. El trabajo de Brian Reitzell resulta prodigioso, haciendo una selección de música que trasciende la elección de compositores barrocos de la época, por más populares que fueran tanto entonces como hoy. Si Maria Antonieta es la metáfora perfecta sobre la vida de los cachorros de las élites financieras, su música debe ir en consonancia — Gang of Four. Bow Wow Wow. The Cure. New Order. Aphex Twin, dos veces, rematando en Squarepusher. El tono predominante es el post-punk —o sus derivaciones posteriores, sea del indie pop más pijazo, como Phoenix o The Strokes, o la electrónica de vanguardia inglesa, como las yo citados — , un sonido decadente, turbio, pero también ominoso e irónico, que define a la perfección las dobleces propias de la historia de su protagonista. No como un anacronismo histórico, sino como todo lo contrario: una continuación de tono con respecto de las intenciones narrativas.
Si bien podría ser un 24 Hour Party People del siglo XVIII, para lo cual hubiera sido necesario que Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen hubiera tenido oportunidad de apadrinar al igualmente post-punk Vivaldi, Maria Antonieta es algo más. No sólo un buen drama de época, sino el ejemplo perfecto de lo que debe ser una película que transcurra en otro contexto histórico al nuestro: no un (imposible) retrato fiel de la época como la historia de un personaje de esa época. O cuanto menos, una historia de esa época. Pues toda historia debe comunicar algo más allá de la curiosidad o la fidelidad histórica.
¿Y aquellos que no sean capaces de comprender el más básico de los principios narrativos? ¡Qué coman pasteles!