Si algo tiene la cultura pop de nuestro tiempo es la completa despreocupación por pretenderse cognoscible en primera instancia, precisamente sabedora de que lo realmente popular es aquello que parte de los márgenes de la cultura: todo aquello que se hace 「pop」ular ha sobrevivido hasta el momento de llegar allí a través del nicho que se ha encargado de encumbrarlo. No existe producto pre-fabricado que persista sin una perpetua re-fabricación. Por eso los auténticos adalides de la cultura pop, aquellos que duran años sino décadas entre nosotros, primero nacen como un guiño hacia aquello que se conoce de forma profunda; si un artefacto cultural cualquiera contiene dentro de sí una visión auténtica, una prodigiosa capacidad de síntesis de verdades profundas, una posibilidad de comprender aquello que ni siquiera se sabía ignorado, entonces nos sabemos ante la posibilidad de su universalidad. Por eso cualquier artefacto auténtico es, en sí mismo y por necesidad, materia posible de acabar radicando como cultura pop del ahora, siempre y cuando sepa hibridar dentro de sí las formas particulares que ésta desarrolla en la sociedad —o, en el más excepcional de los casos, que éste cree su propia nueva condición fáctica de Lo Pop.
Aunque Borderlands es una saga que nace ya sumergida en la marmita de lo popular, tampoco le acompleja ser, en su sentido profundo, una pieza de orfebrería engarzada por un conocimiento que nace de los principios más fuera de foco posible: los juegos de rol —con especial hincapié en el math porn, esa capacidad única de algunos sistemas de juego para complicarse hasta el uso de calculadoras y tres millones de tablas de referencia — , la categoría III hong-kongnesa y el cartoon como mecanismo corrosivo. Por eso, incluso cuando calificar que su llegada desde lo pop parte de lo underground es, en el mejor de los casos, atrevido, no contraría la realidad de su trayectoria; aunque se le respete por pop, su popeidad nace de sus elementos regidores; Gearbox Software no rinden tributo al pasado, sino que crean sus propias condiciones operativas de popeidad.
Partiendo de que el nucleo profundo de cualquier videojuego, independientemente de cual sea y cuales sean sus pretensiones, es la jugabilidad, si pretendemos comprender donde articula su genio la obra de arte de Gearbox Software deberíamos acudir hacia ésta. ¿Y qué encontramos bajo ésta? Números. Lo único que confronta uno de forma constante en Borderlands 2 es una cantidad obscena de números, un math porn multiplicado a la enésima potencia de un master maquínico capaz de mostrarnos con inmediatez los resultados de miles de cálculos imposibles: en último término, el juego es el perfeccionamiento sutil del estilo dungeonero «patada en la puerta»: entra, mata a todos los enemigos, saquea todo el botín — deleítate con una alucinatoria cantidad de números apareciendo desde el vacío para gritarte «joder, estás haciendo un montón de daño»; Rolemaster devenido un juego de excesos donde el master, un ser mítico más parecido a una versión grasienta de Leonhard Euler que a cualquier ser humano, ha cumplido su deseo transhumanista de convertirse en máquina. Sueño humedo de reglistas, aquellos que anteponen las reglas sobre la narrativa, devenido realidad.
Más allá de los números: la genialidad. Violencia, escatología, referencias constantes, meta-chistes, alineamientos de clase —lo cual, de nuevo, nos remite a los juegos de rol como base de todo éste dementómetro— y un humor que va desde lo chusco hasta lo simplemente animal; en Pandora se considera normal que niñas que hablan como negros del gueto sean expertas en explosivos, que la promiscuidad sexual sea tema de (muchas) misiones que encargar al primero que pase o que un minion llamado Bandido sarcástico se ponga a aplaudir por nuestro triunfo, obviamente: de forma sarcástica. Todo ello aderezado con una exquisita conciencia violenta oscilante entre el gag cartoon y el gore de trazo grueso.
Esto no significa, en ningún caso, que Borderlands 2 se agote en una mecánica pajera envuelta de una cantidad obscena de referencias y dejes propios de una tradición muy particular. El gran logro es conseguir que estos elementos no sólo vayan de la mano, sino que acaben por tornarse unos indistinguibles de los otros: si conseguimos un lanzacohetes que se llama Prudential Pyrophobia es fácil adivinar que hará: un daño de la hostia por fuego. He ahí que el chiste engarza con la mecánica, que el genial Bandido sarcástico no nos va a atacar porque está demasiado ocupado siendo sarcástico, o que si ese tío de ahí delante se llama Psicópata suicida seguramente no sea por su amable tendencia al debate sobre el punto de cruz. Por eso cada vez que encontramos un enemigo Cabronazo o nos cae un arma llamada Night Pitchfork, con el epíteto Mainstream’d, si vivimos aun actualizados del mundo contemporáneo, no nos hará falta la experiencia empírica para conocer que ocurrirá al encuentro con tales situaciones — la mecánica de Borderlands 2 es tan indistinguible de su ambientación, que ambas se dotan de significado mutuamente en una exquisita danza de psicópatas.
Cualquier intento de reducir el juego a su estética o a sus balasaderas, infinitamente menos descerebradas de lo que podrían parecer a priori para el profano, se saldaría en la absoluta incomprensión de su propia genialidad. No hay distancia práctica entre reglas y envoltorio.
Sumergirse en Pandora es tan satisfactorio como inmersivo, porque de hecho consigue que el mundo sea familiar a la par que enigmático a través de una perfectamente cuidada capacidad de situarnos siempre en una burbuja de confort constantemente invadida por lo extraño: aun situándonos en medio de lo pop conocido, nos envía constantemente una miriada obscena de posibilidades de lo pop por conocer que articula a partir de su propio sentido. He ahí que su valor nazca no de aquello donde se circunscribe de facto —en lo pop, en los shooters, en el rol — , sino de lo que nos dicta que podría ser el sino de su circunscribir; Borderlands 2 es un juego de culto, una oda pajera, un ejercicio de estilo para fanáticos: la demostración empírica de como nacen las leyendas.