No existe límite en el género bien estimulado (II)

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Kiss Kiss, Bang Bang, de Shane Black

Los pro­ble­mas de gé­ne­ro en el sen­ti­do más con­tem­po­rá­neo po­si­ble, en la con­fron­ta­ción de las ideas de gé­ne­ro que sub­ya­cen ba­jo una ta­xo­no­mía bio­ló­gi­ca, son uno de los pro­ble­mas que de­sa­rro­lla Kiss Kiss, Bang Bang tan­to en sus per­so­na­jes co­mo en su pro­pia es­té­ti­ca. La pues­ta en cues­tión de los más esen­cia­les ro­les de gé­ne­ro, yen­do in­clu­so más allá de la con­cep­ción de rol de gé­ne­ro me­ra­men­te se­xual, se­rá el ca­ba­llo de ba­ta­lla que per­mi­ti­rá de una for­ma más exac­ta de­jar en­trar a las pro­ble­má­ti­cas so­cia­les de nues­tro tiem­po en la pe­lí­cu­la; si es di­fe­ren­te y va más allá de una iró­ni­ca auto-consciencia, es pre­ci­sa­men­te por su ca­pa­ci­dad de des­es­truc­tu­rar los ro­les de gé­ne­ro ha­cia un nue­vo paradigma.

Desde una pers­pec­ti­va fe­mi­nis­ta, in­clu­so más que de gé­ne­ro, Harmony Faith Lane es el per­so­na­je más (con­tro­ver­ti­da­men­te) in­tere­san­te: una mu­jer con fir­mes ideas so­bre la (des)igualdad —co­mo nos de­mues­tra cuan­do afir­ma que Santa Claus, una pe­lí­cu­la de los 50’s, de­mues­tra un te­rri­ble ca­so de ra­cis­mo ha­cia la fi­gu­ra de Rudolph: los otros re­nos le quie­ren só­lo por su na­riz bri­llan­te, que se­ría equi­va­len­te al cli­ché de los blan­cos que só­lo quie­ren al ne­gro cuan­do des­cu­bren que es bueno ju­gan­do al ba­lon­ces­to— pe­ro que, sin em­bar­go, no in­vo­ca a su res­pec­to: se sa­be más va­lio­so co­mo ob­je­to que co­mo in­di­vi­duo y, por ex­ten­sión, no pa­sa na­da por­que un hom­bre le to­que un pe­cho mien­tras la creía dor­mi­da. Esa con­tra­dic­ción del per­so­na­je, su se­xua­li­dad li­be­ra­da que se­ría el sue­ño del pro­ta­go­nis­ta de no ser por­que és­te ya no es un ti­po du­ro y os­cu­ro —te­ma pa­ra abor­dar den­tro de un ins­tan­te — , nos per­mi­te ver la con­tra­dic­ción esen­cial de cual­quier fi­gu­ra fe­me­ni­na adap­ta­da al pen­sa­mien­to fe­mi­nis­ta avant la let­tre: si es­tá li­be­ra­da se­xual­men­te, pue­de caer en la co­si­fi­ca­ción; si re­pri­me su se­xua­li­dad, se si­túa en un rol pre-contemporáneo — ¿la pro­pues­ta de Shane Black? Dinamitar el deseo.

El per­so­na­je de Harmony es­tá su­pe­di­ta­do en úl­ti­mo ter­mino al pro­ta­go­nis­ta, al “pa­ga­fan­tas” Harry Lockhart, pre­ci­sa­men­te por­que só­lo en opo­si­ción a és­te ella se con­vier­te en al­go más que un rol pa­ró­di­co: la fem­me fa­ta­le se con­vier­te en una en­ti­dad por la cual sen­tir­se atraí­do, pe­ro que re­pe­le. Harry es­tá en las an­tí­po­das de cum­plir su rol de gé­ne­ro, del hom­bre de ac­ción que de­be ser to­do hom­bre; él es un la­drón de po­ca mon­ta, con po­ca mano iz­quier­da pa­ra las mu­je­res y aun peor in­ge­nio ca­paz de de­jar­se con­du­cir sin me­diar en­ga­ño por una mu­jer. Simplemente por­que ella se es­ta­ble­ce un rol más fuer­te. Lo iró­ni­co de es­ta po­si­ción es que Harmony se con­vier­te au­to­má­ti­ca­men­te en el «hom­bre» de la re­la­ción, si ha­bla­mos de ro­les tra­di­cio­na­les, mien­tras Harry se es­ta­ble­ce en un rol pa­si­vo más pro­pio de «mu­jer» en la tra­di­ción; ella se com­por­ta co­mo to­do hom­bre cree que se­ría si fue­ra mu­jer, una des­preo­cu­pa­da de­pre­da­do­ra se­xual cu­ya li­be­ra­ción con­sis­te en ha­cer de su cuer­po un ar­ma a par­tir del cual con­se­guir aque­llo que se de­sea o, en el peor de los ca­sos, he­rra­mien­ta de gra­ti­fi­ca­ción del otro. La mu­jer co­mo ob­je­to se­xual, es un rol de hom­bre. Porque só­lo un hom­bre, al­guien que asu­me el «rol hom­bre», pue­de creer que lo fe­me­nino con­sis­te en mer­can­ti­li­zar el cuer­po propio.

Sólo a par­tir de aquí se po­dría en­ten­der por qué Harry asu­me un rol que de­be­ría­mos asu­mir co­mo de «mu­jer», pre­ci­sa­men­te por lo que tie­ne de pe­ri­pa­té­ti­co —re­cal­co las co­mi­llas (« ») pa­ra de­ter­mi­nar que se ha­bla de un rol es­ta­ble­ci­do por la so­cie­dad, no de una vi­sión empírico-naturalista de la reali­dad fe­me­ni­na y/o mas­cu­li­na — . Cuando el se des­mo­ro­na y se echa a llo­rar en el cas­ting en el cual ha caí­do por ac­ci­den­te, no de­ja de de­mos­trar la po­si­ción an­ti­té­ti­ca de lo que se es­pe­ra de un hom­bre: an­te la muer­te de un ami­go en com­ba­te —más aun: la muer­te por un dis­pa­ro de una mu­jer de me­dia­na edad en ba­ta— uno no llo­ra, uno se aho­ga en al­cohol o en una llu­via im­po­si­ble de hos­tias. Ante una si­tua­ción co­mún, don­de Harry llo­ra, Harmony se de­ter­mi­na en bús­que­da de ven­gan­za; los ro­les se in­vier­ten, y la iro­nía se vuel­ve más cruda.

En el sen­ti­do más mar­ca­do de los ro­les co­mo se­xua­li­dad, la es­ce­na más im­por­tan­te de la pe­lí­cu­la se en­con­tra­ría en la tor­tu­ra a la cual so­me­ten en un mo­men­to da­do a Harry y «Gay» Perry van Shrike. Mientras al pri­me­ro le elec­tro­cu­tan con unas pin­zas co­nec­ta­das di­rec­ta­men­te en su es­cro­to —lo cual no de­ja de ser una si­mu­la­ción de cas­tra­ción, la de­ne­ga­ción de su hom­bría — , el se­gun­do pro­vo­ca al tor­tu­ra­dor ha­cién­do­le in­si­nua­cio­nes al res­pec­to de su ho­mo­se­xua­li­dad; aquí los ro­les del «hombre-hombre» y el «hombre-gay» se di­fu­mi­nan por­que pre­do­mi­na el se­gun­do so­bre el pri­me­ro: don­de el se­gun­do es bur­la­do por su con­di­ción, el pri­me­ro es de­rro­ta­do por la in­si­nua­ción de ser­lo. El epí­te­to «gay» se con­vier­te más que en un es­tig­ma en un ar­ma, en la po­si­bi­li­dad de ha­cer en­fren­tar­se al otro a la po­si­bi­li­dad de la cual es cons­cien­te pe­ro se con­si­de­ra or­gu­llo­so de ob­viar­la: es más hom­bre el «hom­bre gay» por acep­tar su ho­mo­se­xua­li­dad li­bre­men­te, lo cual in­clu­ye las bur­las de los de­más «hom­bres», que no el «hom­bre» in­ca­paz de acep­tar que «gay» es só­lo un po­si­ble rol más que ni si­quie­ra sig­ni­fi­ca na­da más allá que un gus­to per­so­nal de­fi­ni­do. Y lo ha­ce dis­pa­ran­do ba­las al «hom­bre», al ma­cho, con mo­vi­mien­tos pélvicos.

Esto nos de­ja­ría en la po­si­ción de po­der com­pren­der uno de los mo­men­tos más ex­tra­ños de la pe­lí­cu­la, que se­ría la vi­si­ta a un lo­cal don­de hay bai­la­ri­nes de am­bos gé­ne­ros exhi­bién­do­se en jau­las de cris­tal en las más va­ria­das for­mas. Desde los mi­mos que es­ce­ni­fi­can una or­gía ho­mo­se­xual has­ta la mu­jer reno —que si re­cor­da­mos lo que de­cía Harmony al co­mien­zo de la pe­lí­cu­la, nos di­ce mu­cho al res­pec­to del rol de la mu­jer en so­cie­dad: se la des­pre­cia has­ta que se des­cu­bre su na­riz ro­ja: su se­xo — , los ro­les se es­ce­ni­fi­can a tra­vés de su des­via­ción: el «hom­bre» y la «mu­jer» es­tán fue­ra, ad­mi­ran­do la pro­fun­da ex­tra­ñe­za de la exhi­bi­ción de ro­les com­ple­ta­men­te di­ver­gen­tes que se es­ce­ni­fi­can a tra­vés de una jau­la. De cris­tal, que no de­ja de ser jau­la y es­pe­jo. Jaula por­que man­te­ner ale­ja­do de no­so­tros al otro, al ex­tra­ño; es­pe­jo por­que re­pre­sen­ta aque­llo que en el fon­do so­mos pe­ro nos ne­ga­mos a ad­mi­tir ser de fac­to: ob­je­tos fe­ti­chi­za­dos de la so­cie­dad que no acep­tan su pro­pio de­ve­nir gé­ne­ro, aho­ga­dos en ro­les homogeneizadores. 

Esa es la po­si­ción que de­sa­fía Harry —y des­de otra pers­pec­ti­va, Perry — . Para él se­ría sen­ci­llo ren­dir­se a los en­can­tos de Harmony, pe­ro sin em­bar­go la echa de su ca­ma cuan­do des­cu­bre que ha­bía in­cum­pli­do el no ti­rar­se a la úni­ca per­so­na que él no po­dría su­pe­rar ja­más que se ti­ra­ra: su rol de «hom­bre», el cual di­ce que en­ton­ces de­be­ría ha­bér­se­la fo­lla­do, qui­zás con fu­ria, pe­ro fo­lla­do, se rom­pe pa­ra de­jar en­trar la co­he­ren­cia del hom­bre, del hu­mano, de Harry. 

Él no quie­re te­ner se­xo con un «hom­bre» de­ve­ni­do mu­jer, con una fem­me fa­ta­le. Lo que Harry quie­re es vi­vir en su idea de amor pla­tó­ni­co im­po­si­ble, vi­vir en la po­si­bi­li­dad fan­ta­sio­sa de una Harmony que se sa­be su­je­to, Harmony, an­tes que un se­xo con pier­nas: he ahí su he­roi­ci­dad de gé­ne­ro, pues él ya no es hom­bre ni mu­jer, no cum­ple un rol de gé­ne­ro, sino que es aque­llo que de­sea ser. Nada más.

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