«Todo va bien», dijo el capitalismo al hombre alienado que se descubrió tubo

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Todo va bien, de Socrates Adams

Un tu­bo es aque­llo que une dos pun­tos dis­tan­tes en­tre sí trans­por­tan­do al­go. El uso más co­mún de los tu­bos se cir­cuns­cri­be en el trans­por­tar lí­qui­dos de to­do ti­po —los más sus­tan­cio­sos son el acei­te, el pe­tro­leo y sus de­ri­va­dos, y el agua; el agua se di­vi­di­ría tan­to en el agua po­ta­ble o de con­su­mo co­mo en el agua no-potable, en los cua­les es­ta­rían las aguas fe­ca­les y las aguas re­si­dua­les: tan ver­sá­ti­les son los tu­bos — , pe­ro tam­bién sir­ven pa­ra trans­por­tar cual­quier ob­je­to só­li­do si se pro­du­cen efec­tos de va­cío en ellos o, tam­bién, sir­ven pa­ra pro­te­ger ca­bles que po­drían ser da­ña­dos o ser po­ten­cial­men­te pe­li­gro­sos si se de­ja­ran al des­cu­bier­to. La ver­sa­ti­li­dad de los tu­bos es ca­si in­fi­ni­ta pe­ro, en cual­quier ca­so, su uti­li­dad es­tá de­li­mi­ta­da a un he­cho es­pe­cí­fi­co: en­ca­jar con otros tu­bos, for­mar una pro­ce­lo­sa ali­nea­ción de in­di­vi­duos sus­ti­tui­bles uno por otro con la efec­ti­vi­dad de sa­ber­los he­chos por y pa­ra su con­di­ción de «ser-tubo». El tu­bo ba­sa to­da su exis­ten­cia pro­pia, si es que nos atre­ve­mos a afir­mar al­go tan du­do­so co­mo que un tu­bo ten­ga una exis­ten­cia au­tó­no­ma, en es­tar sos­te­ni­do en re­la­ción con ré­pli­cas cuasi-perfectas de sí mis­mo que ejer­cen un tra­ba­jo me­cá­ni­co. Nada más.

La con­di­ción de «ser-tubo» po­dría de­fi­nir la es­cri­tu­ra de Socrates Adams has­ta los ni­ve­les más ín­ti­mos, más pro­fun­dos, rep­tan­do te­ne­bro­sa por to­da la con­di­ción esen­cial que se ejer­ce co­mo mo­tor de su par­ti­cu­lar mun­do en el cual ha con­fi­gu­ra­do, con un acier­to des­con­cer­tan­te, la po­si­bi­li­dad de en­ten­der el sen­ti­mien­to esen­cial de ser un tu­bo. Nos mues­tra co­mo es vi­vir pa­ra el tra­ba­jo. Porque en úl­ti­ma ins­tan­cia, nos ha­ce sen­tir un tu­bo: Adams nos lan­za su me­mo­ria en li­cue­fac­ción a tra­vés de una es­cri­tu­ra que co­nec­ta con no­so­tros y que lue­go ema­na más allá de no­so­tros mis­mos, ha­cia al­gu­na otra par­te —por ejem­plo, en el tubo-escritura de es­ta mis­ma crí­ti­ca — . Lo in­tere­san­te es co­mo es­ta con­di­ción la va de­sa­rro­llan­do, des­ple­gan­do, per­fi­lan­do, en to­das sus as­pec­tua­li­za­cio­nes par­ti­cu­la­res; Todo va bien es tan­to una sá­ti­ra del ca­pi­ta­lis­mo y la alie­na­ción del hom­bre co­mo la úni­ca po­si­ble es­cri­tu­ra de esa mis­ma alienación.

Según la teo­ría de la alie­na­ción de Karl Marx, el cual vuel­ve a es­tar de mo­da co­mo en ca­da oca­sión que el ca­pi­ta­lis­mo se re­sien­te por su en­fer­me­dad con­gé­ni­ta, los tra­ba­ja­do­res en un sis­te­ma ca­pi­ta­lis­ta no tra­ba­jan pa­ra sa­tis­fa­cer sus pro­pias ne­ce­si­da­des, sino que lo ha­cen pa­ra cum­plir las ex­pec­ta­ti­vas mar­ca­das por unos em­pre­sa­rios que bus­can ex­clu­si­va­men­te su pro­pio in­te­rés; el tra­ba­jo alie­na­do se­ría aquel que se ha­ce pa­ra pro­du­cir una mer­can­cía en la que no me re­co­noz­co: ho­ra­dar la tie­rra no pa­ra con­ver­tir­la en al­go pro­pio, sino en al­go pa­ra otro. Un otro que ade­más es ajeno a mi mis­mo. He ahí la po­si­ción de Ian, su pro­ta­go­nis­ta. Un per­so­na­je cu­ya vi­da se ve ci­men­ta­da en su tra­ba­jo en un de­par­ta­men­to de ven­tas, ejer­cien­do de co­mer­cial tam­bién en su vi­da pri­va­da: va­lo­ra su ca­pa­ci­dad per­so­nal pa­ra vi­vir a par­tir de una se­rie de con­no­ta­cio­nes mer­can­ti­les, de su pro­pia ca­pa­ci­dad pa­ra ven­der al­go (amis­tad, amor, fas­ci­na­ción) ha­cia un otro que es me­ra­men­te un clien­te; la ló­gi­ca mer­can­til va inun­dan­do to­da la pro­sa de Adams a tra­vés de las tu­be­rías que su­po­nen ca­da una de las bre­ves y con­ci­sas fra­ses que re­ma­chan ca­da ins­tan­te de lectura.

Precisión, re­pe­ti­ción, va­cia­mien­to. Tanto la es­cri­tu­ra de Adams co­mo el tra­ba­jo de Ian se sus­ten­tan ba­jo ese prin­ci­pio esen­cial, ba­jo ese cán­ti­co pa­ra­dig­má­ti­co a tra­vés del cual po­dría­mos de­fi­nir los prin­ci­pios esen­cia­les de la alie­na­ción, pues lo úni­co que que­da en el tra­ba­jo alie­na­do es la pre­ci­sión, la re­pe­ti­ción y el va­cia­mien­to; en la es­cri­tu­ra mimético-alienada de Adams no que­da más que la pre­ci­sión, la re­pe­ti­ción, el va­cia­mien­to. El es­ti­lo se vuel­ve fon­do, la es­cri­tu­ra se vuel­ve tubo.

Sandra, la mu­jer “ama­da” por una ob­se­sión na­ci­da de un in­ter­cam­bio mer­can­til, y Peter, su je­fe —lo cual lle­va un po­co más allá la ta­rea de la alie­na­ción mar­xia­na, ya que el tra­ba­jo alie­na­do es cons­ti­tu­ti­vo de to­do tra­ba­jo su­bor­di­na­do al ca­pi­ta­lis­mo co­mo en­ti­dad — , no se ale­jan un ápi­ce de es­to: es­tán tan alie­na­dos co­mo lo es­tá de he­cho Ian. Lo úni­co en que to­dos ellos pue­den pen­sar es en un sen­ti­do de lo­gros y ex­pec­ta­ti­vas, es­tan­do sus vi­das ci­men­ta­das so­bre los ra­cio­na­les prin­ci­pios de una eco­no­mía de mer­ca­do que ca­da día se nos de­mues­tra co­mo ab­so­lu­ta­men­te irra­cio­nal, pues in­clu­so aun­que no lo fue­ra se nos an­to­ja siem­pre co­mo una ló­gi­ca in­hu­ma­na. Quizás, por­que de he­cho lo es. Por eso la re­pe­ti­ción y bre­ve­dad, la ani­qui­la­ción cons­tan­te del sen­ti­do, esa idea de que «to­do va bien» ha­ce de Todo va bien la ci­cló­ni­ca re­pre­sen­ta­ción Todo va bien en la me­di­da que se ajus­ta a la reali­dad dia­ria del tra­ba­jo, só­lo que no to­do va bien.

Ian, «Encargadillo de mier­da», pa­dre de Mildred que es un tu­bo, es una ale­go­ría de to­do tra­ba­jo alie­na­do en sí: es­tá com­ple­ta­men­te anu­la­do, es un en­car­ga­di­llo de mier­da, es «pa­dre» de un tu­bo, se ob­se­sio­na por una mu­jer que só­lo sien­te por él la ne­ce­si­dad de ven­der­le un pro­duc­to; Ian, «Me pre­gun­to si, ca­so de vi­vir así du­ran­te el tiem­po su­fi­cien­te, se me pon­drían los bra­zos ner­vu­dos y las pier­nas fuer­tes, y me con­ver­ti­ría en par­te del uni­ver­so fí­si­co», el hom­bre que de­sea que­dar­se a vi­vir eter­na­men­te vi­vien­do en las mon­ta­ñas de los Alpes ita­lia­nos don­de no exis­te el ca­pi­ta­lis­mo, es la me­tá­fo­ra del hom­bre que en­tra en con­tac­to con la tie­rra —aquí, de he­cho, en un con­tac­to li­te­ral: el ha­cer­se uno con la tie­rra, con la nie­ve, con la pro­duc­ción de mun­do a par­tir de la tie­rra, le ha­ce ver la inade­cua­ción del tra­ba­jo en el seno del ca­pi­ta­lis­mo— rom­pien­do así su con­tac­to con el tra­ba­jo alie­na­do. Socrates Adams es­gri­me una idea po­lí­ti­ca muy po­ten­te de­trás de la mi­se­ra­ble vi­da de sus personajes.

Sólo des­pués de que Ian rom­pa con to­do, en las úl­ti­mas pá­gi­nas, lo des­cu­bri­mos real­men­te li­bre y con la po­si­bi­li­dad de ha­cer al­go au­tén­ti­co con su vi­da. Escribir un li­bro, co­no­cer una mu­jer que lo quie­ra de ver­dad, la po­si­bi­li­dad de for­mar una fa­mi­lia; só­lo más allá de la alie­na­ción ab­so­lu­ta en la cual nos ve­mos so­me­ti­dos en el ca­pi­ta­lis­mo con­tem­po­rá­neo, po­dría­mos des­cu­brir­nos en esa idea de que «to­do va bien». Por eso Mildred, la tu­bo, que es tu­bo por de­fi­ni­ción, só­lo cuan­do es­tá co­nec­ta­da con otros tu­bos pa­ra de­jar trans­por­tar las aguas fe­ca­les de los hu­ma­nos se sien­te com­ple­ta por sí mis­ma; Ian no es un tu­bo, nin­gún hom­bre es un tu­bo, y por ello su re­duc­ción a la fun­ción bá­si­ca de un tu­bo, la re­duc­ción de la exis­ten­cia al tra­ba­jo, só­lo pro­vo­ca la des­truc­ción de la exis­ten­cia mis­ma. Por eso Adams en aun ma­yor me­di­da que con­si­gue ha­cer­nos reír, con­si­gue des­ga­rrar­nos el co­ra­zón: nos en­se­ña ex­plí­ci­ta­men­te lo que so­mos, lo que pre­ten­den que sea­mos: tubos.

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