La nariz
Ryūnosuke Akutagawa
1915
En tanto seres vivos, estamos condicionados por causas ajenas a nuestra voluntad desde el mismo momento de nuestro nacimiento. Nadie elige su nombre como nadie elige su físico, nos vienen impuestos de antemano, pero resulta evidente que son hechos que nos condicionan personalmente: vivimos a través de ellos, son nuestra máscara, incluso si no hemos tenido voz ni voto a la hora de elegirlos. Pongámonos en una situación hipotética, ¿cómo sería tener una nariz tan exageradamente grande, tan extravagante, que su punta nos tocara la barbilla, que más que aguileña fuera de pelícano, impidiéndonos comer si alguien no nos ayudara para que no acabemos con las narices en el fondo del plato?
Zenchi Naigu, devoto monje budista, sufre de ese mal inenarrable. Teniendo que padecer la humillación de que un discípulo sostenga su nariz con una tabla mientras come para no acabar hundiéndola en el plato, conociendo los murmullos de todos a su alrededor por su particular fisionomía, deseando saber que hubo algún tiempo o lugar en que hubiera al menos un hombre que se le pudiera comparar en fisionomía, su obsesión con su prominente nariz le lleva hasta el extremo más ridículo: buscar la manera de reducirla. Eso no será fácil. Condenado ya desde su nombre —en una crueldad típica de Akutagawa, haciendo que su nombre remita a su nariz: naigu es, probablemente, una transliteración del inglés nose—, ha tenido que soportar una vida de sufrimiento, ya que como monje tampoco debería mostrar preocupación por su aspecto físico. Todo cambia cuando un discípulo conoce a un médico chino capaz de reducir el tamaño de la nariz, aunque a costa de un doloroso y humillante proceso. Al cual acaba por acceder.
A los ojos de los demás, cambiar su nariz tiene el mismo efecto que tendría cambiar su nombre: una extravagante muestra de narcisismo. Un sinsentido carente de significado. La obsesión de Naigu resulta perfectamente circular, comenzando y acabando siempre en lo que los demás pensarán de él, he ahí que su obsesión no acabe cuando su nariz se vea reducida a un tamaño normal: no le molesta que su nariz sea fea o le impida tener una vida normal, sino que los demás piensen que su nariz es monstruoso. Contra eso no hay remedio conocido. De ahí que el cambio sólo logre enaltecer su sentimiento, ser maldito por sus discípulos a causa del maltrato al que los somete y regresar a su estado anterior; su nariz enorme, ganchuda, horrenda hasta el infinito, gigante hasta lo absurdo, no es sólo una nariz, es un símbolo: es castigo y recompensa búdico por aquello que es en su interior. Castigo, porque es un dolor tener semejante boniato en el rostro; recompensa, porque a través de ella puede canalizar su paranoia inherente y antojarse virtuoso a ojos de sus discípulos, convirtiéndolo en un santo.
El camino del Buda carece de principio o final, sólo es su propio transitar. Por eso la historia acaba tal y como ha comenzado: con Naigu narigudo, lamentando su suerte, volviendo sobre los sutras. No le queda otra. Su nariz es su destino porque sólo a través de ella se define su identidad, aquello que es, incluso si le desagrada; Naigu sin su tremenda nariz sólo es un narcisista risible, con ella es el monje virtuoso que todos respetan. Ese es el problema de haber nacido: que se han decidido de nosotros muchas cosas de antemano, sean éstas gracias de dios o del escritor.