Entre las costuras del tiempo (fílmico)

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Se es en el tiem­po; por ex­ten­sión, el tiem­po pa­sa­do es una ne­ga­ción cons­tan­te del pro­yec­to que ya no so­mos, pe­ro que aun se­re­mos. La vi­da, co­mo la he­roí­na, es un vam­pi­ro que nos fa­go­ci­ta len­ta­men­te has­ta lle­gar a los tí­tu­los de cré­di­to. El ar­te co­mo vam­pi­ris­mo nos se­du­ce y lle­va más allá del tiem­po, que que­da per­pe­tua­do en un bu­cle tem­po­ral que se re­pi­te ad in­fi­ni­tum sin aca­bar ja­más de si­tuar­se más que co­mo apa­ri­ción de un tiem­po au­tén­ti­co. Algo así pa­re­ce de­cir­nos Iván Zulueta con su ope­ra mag­na, Arrebato.

José Sirgado, un di­rec­tor de ci­ne que ha aca­ba­do por odiar el ci­ne, re­ci­be una ex­tra­ña gra­ba­ción de un an­ti­guo co­no­ci­do, un ci­neas­ta ama­teur ob­se­sio­na­do con el sú­per 8; con par­si­mo­nia se va des­gra­nan­do co­mo se co­no­cie­ron y co­mo han lle­ga­do a sus res­pec­ti­vas si­tua­cio­nes, lle­gan­do has­ta el pun­to ce­ro de la ecua­ción: la adic­ción a la he­roí­na co­mo pa­ra­le­lis­mo a la adic­ción a la bús­que­da del éx­ta­sis a tra­vés de la fil­ma­ción. La bús­que­da del arre­ba­to, del éx­ta­sis, se mi­ra en el es­pe­jo no del hom­bre mís­ti­co, es­pe­ran­do una re­ve­la­ción, sino en la del poe­ta, bus­can­do ob­ser­var los lí­mi­tes del in­fi­ni­to. Se vi­ve y se mue­re en la na­tu­ra­le­za, en lo fi­ni­to, en la do­sis o en lo que du­re el ce­lu­loi­de; la fi­ni­tud nos vam­pi­ri­za a ca­da mo­men­to, to­do tiem­po pa­sa­do ya es­tá muer­to, to­do re­cuer­do o gra­ba­ción es una ima­gen de lo que ya no será.

Aun con to­do, aun po­de­mos lle­gar a ser, siem­pre, en un tiem­po. La bús­que­da del arre­ba­to se­rá pre­ci­sa­men­te el ser más allá de la vi­da y la muer­te, el ser en el in­fi­ni­to y no en el tiem­po. Los pro­ta­go­nis­tas bus­can lo que les ha­ga huir de su con­di­ción na­tu­ral y tem­po­ral, de­sean­do ser fue­ra del tiem­po. La he­roí­na, co­mo la fil­ma­ción, nos ha­ce ver el mun­do des­de la pers­pec­ti­va don­de to­dos los va­lo­res so­cia­les y mo­ra­les se rom­pen, don­de so­lo que­da la po­ten­cia­li­dad pu­ra. Pero mien­tras la he­roí­na se aca­ba y te de­vuel­ve al mun­do del tiem­po, la pe­lí­cu­la te su­mer­ge en un mun­do de in­fi­ni­tud, una in­fi­ni­tud muer­ta y vam­pi­ri­za­da. El mun­do, el ser y el tiem­po, no exis­ten en lo fíl­mi­co al ser la re­crea­ción muer­ta de la reali­dad: el re­tra­to de una reali­dad. La cin­ta es en­via­da co­mo una ofren­da ha­cia el ser po­ten­cial de con­se­guir el arre­ba­to, de en­ten­der el arre­ba­to. Pero es im­po­si­ble en­ten­der el arre­ba­to, so­lo es po­si­ble vi­vir­lo. Algo vi­vo o muer­to, en el ser tem­po­ral o en el in­fi­ni­to, es al­go que no po­de­mos sa­ber si hay, si es que hay al­go, tras el arre­ba­to. Tras él so­lo exis­te con cer­te­za el de­seo de es­ca­par del fin.

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