El salario del miedo, de Georges Arnaud
Si existe algo que acompaña de forma casi congénita a todo ser viviente, independientemente de su condición, tamaño o forma, es el inenarrable sentimiento que se padece cuando se es consciente del inminente peligro que acecha tras las sombras. Aunque como planteaba Hegel el ser humano es el único animal que le teme a la muerte, sin embargo no podemos negar que todo animal siente temor en cualquiera de sus formas: los perros acurrucados en un fuerte día de tormenta, los monos patidifusos ante los peligros que se ciernen sobre ellos o las gacelas corriendo veloces ante la vista de un león son reacciones que, si bien podrían considerarse no como terror sino como otra cosa, sin embargo nos recuerdan a ese instinto primario de la auto-preservación que le suponemos a todo ser vivo. Nadie quiere morir, incluso aquellos que en teoría no temen a la muerte.
¿A qué nos remite el salario del miedo ‑nombre de la novela de Georges Arnaud, pero también concepto que sintetiza su propia existencia? Precisamente a algo tan primordial como la analogía que hace, un salario que implica pasar miedo, de vivir sumergido en el miedo mientras ese trabajo dura. ¿Qué salarios del mundo conocemos en nuestro mundo? Todo aquel donde la vida de una persona está en peligro de forma constante, siempre atemorizado en saber que la muerte se esconde justo detrás suyo pero nunca sabrá cuando o como llegará. Aquí por supuesto podríamos entender que hay trabajos que consisten particularmente en el miedo en nuestra vida cotidiana ‑bombero, policia quizás- pero no es algo que se asuma de forma constante, sino que es siempre un miedo que se presenta como intermitente, como la excepción que justifica la normalidad paciente del mundo; el miedo sólo aparece como una excepción, como algo que cuaja de forma constante en un terreno que tiene que se sitúe en la excepcionalidad misma.
El miedo como modus vivendi sólo nace en la excepcionalidad haciéndose norma, en aquello que denegamos como posible actuación normal pero se nos presenta como tal. La pesca del cangrejo en los mares bravos, la manipulación de plataformas petrolíferas o transportar dos toneladas de nitroglicerina por carreteras selváticas de montaña se circunscribirían en esta excepcionalidad, en este terror como excepción que se sitúa en norma de vida. Éste último será al cual nos atendremos para conocer el destino necesariamente aciago de nuestros héroes.
Las Piedras, Guatemala; el culo del mundo. Nadie que acabe en éste mal puerto marítimo está aquí por voluntad propio, sólo aquellos desgraciados apátridas que hayan cometido las peores de las veleidades o hayan poseído las peores de las suertes en los países de sus alrededores acaban sumergidos en el infinito pozo de mierda que supone éste pequeño poblacho guatemalteco. Los indígenas mueren de hambre si no los mata antes el cólera y la sífilis mientras, los más afortunados de ellos, morirán en expediciones petrolíferas en las cuales acabarán siendo prendidos fuego o descuartizados por pedazos de metal retorcido que vuelan a velocidades que el hombre no podría imaginar jamás que pudieran alcanzar. Los extranjeros que aquí habitan sólo pueden aspirar a morir de hambre. ¿Acaso es aquí el miedo una excepción, algo que no conozcan ninguno de sus habitantes? Sí, porque de hecho para ellos el miedo es lo que hay ahí fuera. Saben lo que pueden esperar, saber extraer nutrientes de la mierda que les rodea y saben que morirán aun cuando no cuanto; son conscientes de su miseria, pero no de cuando esta se volverá última.
El miedo, aquel que es un terror más profundo y aciago que la vida misma, es aquel que sólo se define a través de saber no cuando o como llegará el fin, sino aquel que se sabe perfectamente que está caminando a nuestro lado. El terror entonces no es una posibilidad de futuro, pues no es una promesa de muerte indeterminado, sino que es el terror del aquí y ahora sonriéndonos afable. El terror que siente Gérard Sturmer o Johnny Mihalescu no es el terror primordial de saberse en una situación pasajera que puede matarlos, sino que es el absoluto convencimiento de que su único destino es la muerte: el salario que ganan no es por transportar la nitroglicerina por un camino intransitable en condiciones siquiera favorables, sino que su pago se cotiza con respecto de su terror mismo. Se les paga por aquello que ningún hombre está dispuesto a hacer porque es demasiado aterrador para cualquiera, porque el miedo encarnado empalidecería encontrándose ante un salario que sólo puede ser adquirido teniendo por copiloto a la muerte sonriendo con sus trescientos dientes de marfil. Ahora bien, incluso aquí habría dos clases de terror, la de Sturmer y la de Mihalescu; el terror del animal y el del humano
El miedo de Sturmer es el del animal, un terror frío y sistemático que lejos de paralizarle le impulsa a guiarse por unos instintos férreos que le llevan a un estado de gracia zen en la cual no necesita la racionalidad ‑pues, en todo caso, necesita deshacerse de ella- para poder avanzar con paso tembloroso pero meditado en un mar de muerte inminente en forma de baches constantes y cuestas imposibles. Este es el miedo que no teme a la muerte, que no lo paraliza, sino que es su motor. El animal ante la mirada del león, ante saberse transportando dos toneladas de muerte líquida, huye de forma metódica y calculada sin dejarse arrastrar por el pánico para calcular cada movimiento con la precisión geométrica que le requiere no acabar bien jodido en garras de un depredador que ataca constante sin descanso. El miedo de Mihalescu es, sin embargo, el del humano, un terror cálido y racional que se descontrola hacia la parálisis constante ante la imposibilidad de reaccionar racionalmente ante la proximidad constante a la muerte sino es en toscos movimientos contra-intuitivos. El hombre ante el terror se vuelve estúpido, su razón se vuelve un obstáculo en tanto esta es incapaz de racionalizar el terror en tanto tal, y se encuentra paralizado ante la explosiva necesidad de toda cesión de la vida.
El miedo es la excepcionalidad que da sentido a la vida, es aquello que nos mueve no para solucionarlo sino para evitarlo la próxima vez que se nos presente. Es por ello que ante la muestra de un terror constante no podemos, racionalmente, hacer nada más que dejarnos llevar por un instinto que nos guíe ciegamente por los interregnos de un mundo que se presenta tan belicoso y letal como el más cruel de los hombres conocidos. El salario del miedo no es sólo el salario desproporcionado que se concede ante la viveza de un miedo más allá de todo lo razonable, digna recompensa de un esfuerzo inhumano, sino que también es el miedo que acompañará o abandonará de forma perpetua a aquellos que consigan superar su reto. Con toda la imposibilidad de vivir que ello conlleva.