Si no has visto Super 8 no quieres leer esto. Es más, si conoces cualquier cosa de Super 8, aunque sea un intersticio mínimo de información, querrás lobotomizarte para llegar como se debe llegar al visionado de la película: puro
Cuando uno se acerca a una obra artística espera encontrar un evento único; encontrar una conexión última por la que podamos exclamar que esa obra nos pertenece, que conecta con algo en lo más profundo de nuestro ser. Aunque detrás un mensaje que entender, o que podemos buscar entender, su valor esencial es uno: alcanzar ese je ne sais quoi que anida en nuestro interior y conecta de forma radical con esa obra de arte en particular. Y es así porque cualquier otro acercamiento al arte no sólo es infructuoso, sino que es además un falseamiento de la experiencia. Al ver Super 8, película de J.J. Abrahms producida por Steven Spilberg, hay que tener presente a todos los niveles esta noción.
Un día antes del funeral una madre de familia murió, y eso atravesó de forma radical la vida de toda una comunidad. Su hijo quedó ausente de paternalidad mientras su marido quedó con la responsabilidad de una filiación, la de padre, que jamás había sabido asumir. Cuatro meses después ese pre-adolescente estará grabando una película de zombies con sus cinco amigos cuando, misteriosamente, un coche se cruce en el camino de un tren que liberará algo; una aventura para un grupo de intrépidos jóvenes que tendrán que descubrir hasta donde pueden llegar. Porque, aunque sin lugar a dudas, hay mucho del cine de los 80’s de aventuras no es, ni muchísimo menos, ese es el aspecto fundacional de la película, lo es la intrincada red de relaciones que se conforman entre los personajes. El como se tienen que enfrentar a el otro en tanto su condición de entidad alienigena; literal o metafórica.
La destrucción continuada de la ciudad tanto por parte de Lo Otro como por parte del ejercito condiciona una asimilación de términos: Lo Otro, el que es absolutamente extraño, condiciona su actitud discursiva, su comportamiento, inducido por mímesis; imita de forma natural el comportamiento de los nativos, de los otros de su otredad. Por eso nunca llega a ser una monster movie, pues la actitud jamás es defensiva ‑no hay en él condición de negatividad, o intención de hacer daño alguno de forma intencional primaria- sino que responde actuando de forma mimética, connatural a las acciones del otro. No es un monstruo, es un extranjero.
Sin embargo en la confrontación del otro como una metáfora entramos, precisamente, en el campo del arte: el otro, en tanto metáfora, debe ser comprendido como una obra artística. Yo debo comprender al otro, en tanto empatía, pero para ello debo conectar profundamente ‑para lo cual lo que induzca puede ser, por otra parte, tanto cuestiones completamente irracionales como un entendimiento y comprensión mutua- más allá de toda duda; como le dice Alice a Joe: “a pesar de no conocerte, siento que tengo una conexión profunda contigo”. La amistad, el amor o cualquier otra clase de relación humana es una obra de arte en tanto es un condicionamiento natural reedificado en una condición cultural tanto como el hecho de ser una metáfora de las condiciones que yo veo de mí en el otro. Porque, a través de tal metáfora, el otro deja de ser otro para ser una parte de mi; para convertirse en una condición de empatía para mi.
Por eso la película no es una monster movie, ni una película de aventuras con niños de por medio, ni tampoco es un drama que nos narra la historia de superación de la perdida; o no exactamente. Al final, detrás de todo eso que está presente pero no es el flujo que atraviesa toda la película, la historia trata sobre como las personas aprenden a amar la vida no porque están acostumbrados a vivir, sino porque aman el amor absolutamente.
Para aprender a amar la vida no sólo como un amor vulgar, corriente, hay que aprender a amar a cuantos nos rodean no en tanto otredad, como costumbre o tolerancia ante su existencia, sino como auténtico reflejo de mi ser en ellos mismos. Porque sólo cuando aprendo a amar a todo no en cuanto condición de costumbre, sino como una singularidad en la que estoy presente en todo instante de la existencia, es cuando puedo amar la vida como merece ser amada; y vivirla como merece ser vivida. Porque, al final, todo trata sobre como amar al otro en su otredad metafórica para así poder superar aquellos baches que nos hacen olvidar como amar la vida; que nos hacen hundirnos en una vida de espectros descastados de toda emoción. El amor más auténtico de todos es amar porque no se puede dejar de amar jamás aquello que es reflejo de mi en el mundo.
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