no creas en el mesías, las cosas llegan como por sincronía

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El cla­ros­cu­ro, co­mo téc­ni­ca pic­tó­ri­ca, es el con­tras­te fuer­te que se rea­li­za en­tre di­fe­ren­tes vo­lú­me­nes, a tra­vés de do­tar a unos de un tono más lu­mi­no­so y otros más som­bríos, con la in­ten­ción de des­ta­car es­pe­cial­men­te al­gu­nos de los ele­men­tos; lle­va­do al ex­tre­mo de­ri­va en el te­ne­bris­mo, don­de só­lo la fi­gu­ra cen­tral se ve ilu­mi­na­da en­tre una ma­ris­ma de os­cu­ri­dad. De és­te mo­do el cla­ros­cu­ro se de­fi­ne co­mo una téc­ni­ca de con­tras­tes a tra­vés de los cua­les do­tar de una lu­mi­no­si­dad ma­yor, de una cier­ta vi­bra­ción es­pe­cial, a aque­llos ele­men­tos par­ti­cu­lar­men­te es­pe­cia­les de la na­rra­ción pic­tó­ri­ca. En el ca­so ex­tre­mo del te­ne­bris­mo su uso no evo­ca un mun­do co­mo es­ca­la de gri­ses ‑co­mo un lu­gar don­de hay fuer­te con­tras­tes en­tre los in­di­vi­duos o, in­clu­so, en los in­di­vi­duos en sí mismos- sino que se pro­di­ga en una ra­di­ca­li­za­ción dis­cur­si­va en la cual no exis­te luz más allá de la fi­gu­ra cen­tral; la vir­tud, sea de la cla­se que sea, se ar­ti­cu­la ex­clu­si­va­men­te en el ele­men­to prin­ci­pal de la obra, de­jan­do in te­ne­bre al mun­do entero. 

Por eso Claroscuro, de David Mazzucchelli, se lla­ma cla­ros­cu­ro: es una vi­sión de con­tras­tes fuer­tes pe­ro no omi­no­sos, ab­so­lu­tos, del ca­rác­ter de la vi­da hu­ma­na. De és­te mo­do la pro­ta­go­nis­ta, una mu­jer an­cia­na que ape­nas sí pue­de va­ler­se por sí mis­ma, es ate­na­za­da a la os­cu­ri­dad de su ca­sa cuan­do su nie­to, sus ve­ci­nos y la te­le­vi­sión la ig­no­ran o ate­mo­ri­zan con res­pec­to de los pe­li­gros del mun­do ex­te­rior. Cuando un án­gel cai­ga so­bre su jar­dín y ella ten­ga que cu­rar­lo, des­cu­bri­rá que la vi­da es al­go que de­be ser vi­vi­do has­ta sus úl­ti­mos mo­men­tos. Pero, muy le­jos de ser un dis­cur­so cris­tiano y con ello ten­bris­ta, Mazzucchelli hu­ye de la re­ve­la­ción di­vi­na o de los to­nos de os­cu­ri­dad no-intersticia; no hay un ejem­plo de Virtud, ni en la pro­ta­go­nis­ta ni en el án­gel, pues to­dos de­mues­tran te­ner una per­so­na­li­dad con pro­fun­dos cla­ros­cu­ros. Es por ello que la his­to­ria no se de­ja lle­var por la re­ve­la­ción, por la lu­mi­no­si­dad que des­ve­la lo que hay tras un mun­do en ti­nie­blas, sino que se acre­cen­ta en un cla­ros­cu­ro vi­ta­lis­ta: la elec­ción de la pro­ta­go­nis­ta de vi­vir la vi­da co­mo una vi­da que me­rez­ca ser vi­vi­da mar­ca su exis­ten­cia fu­tu­ra, no el he­cho de que un án­gel se pre­ci­pi­ta­ra so­bre su jardín.

Porque el án­gel, sea un án­gel o sea Ángel el mu­tan­te de los X‑Men, nos re­sul­ta ab­so­lu­ta­men­te in­di­fe­ren­te pues él só­lo ha re­sul­ta­do ser una afor­tu­na­da coin­ci­den­cia; no hay des­tino re­ve­la­do, só­lo ca­sua­li­dad afor­tu­na­da. Y, por ello, lo im­por­tan­te no es co­mo lle­ga el men­sa­je has­ta su des­ti­na­ta­rio, que sea a tra­vés de un án­gel o de un su­per­hé­roe, sino el he­cho mis­mo de que el men­sa­je ha lle­ga­do. Aunque sea fru­to de la ca­sua­li­dad. La vir­tud úl­ti­ma es la cons­cien­cia au­tén­ti­ca de la ne­ce­si­dad de amar la vida.

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