Existe cierta idea de que cualquiera puede llegar a tener auténtico genio artístico cuando éste tiene que ver tanto con caracteres innatos como con el trabajo y la fortuna; incluso después de décadas de oficio, uno puede estar incapacitado para ir más allá de las formas correctas de su arte. Si uno carece del talento y la fortuna necesaria para encontrar su lugar, haciendo incluso de su defecto virtud —¿cuanto hay de talento y de adaptación a la hipermertropía en James Joyce?¿Y de talento y de adaptación a la falta de varios dedos en su mano derecha en Tommy Iommi, el guitarrista de Black Sabbath? Su talento es indudable, pero su capacidad para adaptarse a una situación singular pudo ser razón para explotarlo — , acabará sumergido en una perpetua mediocridad que, no por mediocridad, es menos costosa. Hacen falta muchos años de entrenamiento para ser «correcto» en cualquier arte. Incluso la mediocridad requiere un cierto grado de compromiso.
En La Niebla nos encontramos con una premisa tan simple como efectiva: después de una basta tormenta, la niebla cae sobre un pueblo de Maine aislando a las personas allá donde se encuentre; fuera, en la niebla, una serie de monstruos a cada cual más formidable masacran sin misericordia a cualquier descuidado imbécil que decida salir de la protección del hogar. O de aquel lugar donde haya quedado encerrado. Por eso la historia va tornándose hacia el lado de la supervivencia, con la sospecha constante de que el enemigo del exterior no tiene por qué ser peor que las rencillas que nacen en el interior; como El Señor de las Moscas en versión sobrenatural, la búsqueda narrativa aquí presentada permanece siempre en una constante común: buscar la tensión a través de la erosión de las relaciones humanas ante el encuentro con lo imposible, no a través del encuentro con lo imposible en sí. Son monstruos y podría ser la niebla; podría ser la niebla y podría ser sólo la incógnita de si hay algo más allá de la niebla: lo sobrenatural aquí es sólo una excusa para justificar un cierto carácter mistérico sobre el cual aferrarse (falsamente) en una narrativa endeble.
La Niebla es la historia de la mediocridad de unas personas incapaces de superar su mediocridad para arrojarse en un heroísmo exigido por la situación o, lo que es peor aún, su incapacidad incluso para dejarse llevar por ésta. No dan la talla ni para ser mediocres. Por eso, ante la ausencia de heroísmo, los mediocres, los que hacen «lo que racionalmente parece más adecuado», se convierten en motor de una historia que carece de cualquier fuerza motora a través de la cual moverse más allá de la inactividad básica del ser humano cuando se enfrente ante el terror. Lo que interesa en la narración es como reaccionan los hombres ante el terror, no el terror en sí. Por eso la historia se va deshojando con calma, haciéndonos partícipe de los desencuentros y descubrimientos, planteándonos como aquel que parecía un pazguato era un tipo excepcional y el que era un desgraciado que podía crecerse en la adversidad sólo era lo primero; el problema es que, con su corto recorrido, no tenemos ocasión de sentir que haya ningún desvelamiento ante el encuentro con lo cotidiano: el heróico siempre se nos ha mostrado heróico y al imbécil no lo hemos conocido más que como reprimiendo ligeramente su imbecilidad; no hay tensión más que el esbozo de una tensión inexistente. El guión de una tensión.
Hablar de Stephen King, de cualquiera de sus novelas, siempre es problemático por la polarización de opiniones que reclama, pasando desde la canonización religiosa pre-mortem en el caso de sus seguidores y la defenestración de cualquier clase de calidad contenida en él por sus detractores. En La Niebla se retrata bien cual es su auténtico carácter: el del hombre mediocre incapaz de ir más allá, a pesar de los intentos. Incluso aceptando que es efectivo, sus textos no pasan de ser la primera versión de la novela de un auténtico autor de genio; escribe guiones que nunca se materializan en las novelas que tiene en mente.
Sus verbos simples, su abominación por algo que vaya más allá de la frase simple, su progresión dramática y sus reflexiones meta son de una corrección pasmosa pero, por correctas, de una simplicidad abrumadora. King escribe correctamente, pero por quedarse en la ultra-corrección no pasa de la mediocridad. He ahí que siendo rara la ocasión en que uno siente ausencia de ritmo, siente sin embargo que desaprovecha de forma constante cualquier búsqueda del golpe de efecto, del uso del lenguaje; aunque sus digresiones meta son procedentes, afirmar que los monstruos de La Niebla no son lovecraftnianos es algo que notarán sin señalárselo los conocedores de la obra del de Providence y dejará indiferente a los que no; aunque su progresión dramática tenga un sentido práctico, carece de la fuerza necesaria para sentir que está realizando alguna clase de movimiento sincrónico que nos lleva hacia alguna parte. Esto último, sangrante hasta puntos deleznables. Por ejemplo, la introducción de un romance que ocurre en cuatro páginas porque es necesario, correcto, que haya un romance que alivie la tensión acumulada hasta el momento, está introducido como un pegote ilógico: desligado de toda la narración acometida hasta el momento, aparece como un fragmento hilado por pura conveniencia narrativa. Carece de toda cohesión esencial, por mucha cohesión básica que tenga.
No hay ninguna continuidad fuerte en la obra, un sentido duro de la narración que le lleve a hilar todo de tal manera que parezca haber una consecución lógica entre los eventos, sino que nos encontramos fragmentos desligados que funcionan como una narración movida a través del parcheo básico de Lo Que Debe Ser Una Narración®. He ahí la afirmación de que es, en lo esencial, un guión: es la base a partir de la cual habría que corregir, pulir y dar forma hasta conseguir un conjunto que tenga sentido por sí mismo, siendo una auto-referencia que va hilando cada una de las puntadas que da con las anteriores ya dadas. La Niebla podría ser la primera versión de una buena novela por desarrollar, falta aún de muchos elementos por introducir y corregir.
Consciente de ello King parece escribir su propio epitafio literario como reflexión, quizás la única verdaderamente pertinente e interesante —no sólo por lo que nos dice del protagonista o del propio King, sino también por lo que dice sobre nosotros mismos — , en la novela:
De ningún modo podía vender aquel cuadro. No podía porque me daba cuenta de que era el mejor que había pintado en mi vida, y quería tenerlo para poder mirarlo el día en que alguien, con crueldad por completo inconsciente, me preguntara cuándo iba a pintar por fin algo serio.
Hasta que un día del pasado otoño se me ocurrió enseñarle el cuadro a Ollie Weeks.Me pidió permiso para fotografiarlo y tenerlo como anuncio en el super durante una semana, y eso puso fin a mi propia falsa perspectiva. Ollie había apreciado mi obra en lo que era exactamente: un buen ejemplo de arte comercial; ni más ni —a Dios gracias— menos.
Es difícil ser mediocre. Ante la consciencia de ello, de que es mediocre, que realiza un arte comercial si se prefiere, King se arroga en el trabajo con la bravura que tienen poco escritores: dedicándose en cuerpo y alma, incluso sabiendo que nunca será tan buen escritor como él mismo es capaz de fabular ser. Lo cual le hace auto-consciente. Por eso podría entender que «La Niebla» es un fracaso en términos literarios, porque es apenas sí un esbozo de una obra, pero todo un éxito en términos de puro arte mercantil; es correcto, sin caer en ningún grave defecto evidente, aunque no pase de esa corrección misma. Por eso quizás, hasta el momento, no hemos sabido calibrar bien el peso justo de King en el párnaso literario: es el Santo Mediocre: el mejor de los peores y el peor de los mejores. Lo cual jamás será decir poco o malo de un artista.
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