Es común confundir elegancia con ajustarse al canon, como si por el hecho de seguir unas normas pautadas se alcanzara por sí mismo la armonía estética. Nada más lejos de la realidad. La elegancia se alcanza sólo en tanto, conociendo las reglas básicas de la armonía, de la estética, de la narratividad, se consigue retorcerlas hasta crear algo que se amolde a la perfección al cuerpo por vestir; no hay dos cuerpos iguales sean de novelas u hombres o películas. ¿Quién cree que tiene sentido, para armonizar, el vestir la misma ropa todo el mundo? Nadie, salvo la industria cultural. Existen géneros como existen patrones: para ajustar las necesidades con con las posibilidades. Eso no significa que elegancia sea sinónimo de esperpento. Quien quiebra las reglas por romperlas, sin intención detrás más allá de hacer lo que le venga en gana, sólo consigue hacer reinar el caos en el frágil mundo de la armonía; la elegancia suele tener un toque de extravagancia, pero incluso para la extravagancia hay que conocer las reglas básicas del juego. Parecido, no lo mismo. ¿Qué es la elegancia? La cortesía del buen escritor.
Resulta evidente la elegancia de la obra de Kurt Connegut, donde cada movimiento es un acceso inmediato hacia la totalidad del conjunto. Prescindiendo de cualquier concesión hacia la narrativa clásica —mal llamada clásica, al menos; cuando erigimos convenciones históricas como verdades absolutas, como la novela costumbrista del XIX como epitome de la literatura, perdemos la perspectiva por el detalle— no sólo literaria, sino también aquello heredado por el cine comercial de tono más espectacular: el giro final, el argumento lineal, la representación realista. Nada de eso cabe en Cuna de gato —tampoco lo necesita, es una lectura fabulosa y engañosamente sencilla ya sin trucos — . No cabe no porque carezcan de interés los mecanismos clásicos tanto como que todos ellos no servirían ni para comenzar a construir el fondo que erige en su propia memoria; el estilo, la forma, es la narrativa, la historia. Es un círculo concéntrico orbitando sobre sí mismo. O al menos lo parece. Su narración avanza hacia el centro mismo, como en una espiral, pero una vez sumergidos en ellos sólo somos capaces de ver que su epicentro es la totalidad de su conjunto, como en un círculo.
En términos narrativos, podríamos decir que Cuna de gato es cuna de gato: una rareza de hilos interconectados imposibles de seguir por separado sin hacer que toda su lógica interna se venga abajo al instante. No sólo eso: también un juego infantil. Sólo cuando presuponemos que es un complejo artefacto artesanal al tiempo que un sencillo juego para niños es cuando comprendemos su dimensión, por lo demás contradictoria, con respecto de su función interna.
Su ruptura más evidente, también la más importante, es la fusión de paradigmas: es una historia no-real con elementos reales. Aparecen personajes que han existido haciendo cosas que nunca hicieron. A partir de esa lógica, descompone el resto de su lógica: ni hace falta esgrimir la realidad tal cual es ni esgrimir los géneros tal cual nos son dados. De hecho, la función que pretende darse a ambos es contraproducente. La realidad, como los géneros, sólo sirven para contar lo que ya conocemos si los respetamos como totalidades absolutas con su propia lógica interna; si nos permitimos, descomponerlos, deconstruirlos, transgredir sus límites naturales, entonces pueden contarnos aquellas perspectivas que hasta entonces les eran veladas.
Kurt Vonnegut no cultivaba la ciencia ficción, sino que huía de la representación naturalista de la realidad. No le interesaban las costumbres o los modos, sino lo que de ellas se disocian. Huye de la realidad, porque es el único modo de representarla. No existe ni el hielo‑9 ni el bokononismo ni la república de San Lorenzo; eso no excluye para que sean perfectas sátiras sobre la inmoralidad de la ciencia contemporánea —que hacen lo que hacen porque pueden, no porque sea beneficioso en ningún grado— y el cómodo absurdo vital que supone la religión y la problemática de la realpolitik, que convierte la falsedad en ley para beneficio ético-moral de sus ciudadanos. Si intentara hacerlo con elementos reales, en tanto representación, se perderían en la representación; si nos hablara sobre los límites de la ciencia a través de los desmanes de la bomba atómica, además de que ya nos sonaría conocido, correría el riesgo de que un problema epistemológico (los científicos no ejercen auto-control ético sobre la ciencia) se confundieran con un problema ético (la bomba atómica sólo tiene función asesina). Parecido, no lo mismo.
He ahí por qué no es ciencia ficción. Presuponer que la novela es ciencia ficción, o que de hecho lo trasciende —como si los géneros fueran fuentes de impureza a superar en favor de la verdad absoluta de la literatura en tanto tal; como si existiera historia sin género — , sería obviar que las pretensiones de Kurt Vonnegut aquí se mueven por un terreno diferente: no hay sentido de la maravilla, no hay futurismo proyectado en ningún nivel, sino historia de aprendizaje. ¿Qué la historia sirve para hablarnos sobre nuestro presente desde la ficción? Por supuesto; sólo que eso no es propio de la ciencia ficción, sino de toda narrativa. Su supuesto uso o abuso, de la ciencia ficción no es ninguna reivindicación, o no más que lo es del uso que conferido. Los elementos alucinados no sirven como prospectivos, sino como método a través del cual observar ya no el presente, sino la condición humana misma del hombre contemporáneo. Parecido, no lo mismo. Reducir el hielo‑9 a una representación de la bomba atómica haría innecesario el hielo‑9, porque existe la bomba atómica, porque es una representación de la inconsciencia efectiva de la comunidad científica soterrada bajo varias capas de cinismo y un gran depósito de justificaciones epistemológicas a medio cocer.
Eso es elegancia. Hacer algo muy difícil haciendo que parezca sencillo sólo se puede conseguir saltándose algunas reglas por el camino; quien sólo asume el esperpento o la ortodoxia, transitará el camino más difícil o el más sencillo haciéndolos ver tal como son: difíciles o sencillos. Elegancia es conseguir hacer parecer sencillo algo complejo, inmediato algo profundo, no hacer parecer complejo algo sencillo, sesudo algo simple. Parecido, no lo mismo.
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