Hay algo de iure tedioso en el ámbito judicial. Su lenguaje, especializado, y su ritmo, lento, hace insoportable para cualquiera no implicado seguir de forma sistemática todo aquello que pueda acontecer en el interior de una sala judicial. No hay razón para tener interés. No hay razón no porque todo cuanto ocurra carezca de interés, sino porque el esfuerzo que requiere seguir las disposiciones judiciales nos resultan, de facto, excesivas para el profano; también, a consecuencia de ello, resulta ridículo juzgar las disposiciones judiciales desde la completa ignorancia: sería como discutir la adecuación de una interpretación hermenéutica de la Kritik der Urteilskraft con alguien que apenas sí sabe leer. Inviable, por mucho que pretenda válida su opinión. Hablar de juicios es extraño porque toda representación exige alejarse de su núcleo real para, desde una perspectiva idealizada, masticada, presentar sus acontecimientos como un todo coherente dado a un lenguaje —entendiendo por tal tanto una concepción de género (traducción a lo audiovisual) como de modo (traducción al lenguaje no-especializado)— que no es aquel donde se circunscribe de forma natural su lógica.
Al encargarse Takashi Miike de la adaptación de Ace Attorney, un videojuego que simula combates judiciales —«combate» en sentido literal, no enfático— en el Japón de un futuro próximo, la problemática de traducción se multiplica: a la traducción de género y de modo se suma la traducción personal. Debe traducir los componentes a su ideario lingüístico. Ideario lingüístico compuesto de excesos violentos, sexualidad (naïf o no) además de un ideario «infantil» reconvertido en terreno de exploración de narrativas «adultas». Por eso su particular ritmo, dubitativo entre acelerar los acontecimientos o mantener esa parsimonia propia de los juicios, se entiende sólo desde su férrea lógica narrativa, inserta una serie de subtramas que encajan como un guante en la trama pero que carecerían de sentido o lugar en un juicio real, aunque sean desde su particular tono de universo desquiciado, en ningún juicio acabaría acusado el fiscal por un giro de guión basado en recuerdos infantiles reprimidos. O la existencia de mediums que permiten que espíritus testifiquen o, cuanto menos, ayuden en los juicios.
Convertir un juicio, algo aburrido hasta la nausea, en un combate shōnen basado en la confrontación directa, con ataques y contraataques en forma de argumentos o pruebas sin por ello dejar de ser una película sobre juicios, es lo que llamamos traducción. Asume códigos que resultan naturales para el espectador, aunque sean exclusivos de la ficción, para clarificar aquello que en la realidad resulta adusto, o imposible, de comprender. Su estética, espectacular, y sus subtramas, alucinadas, no impiden que todo encaje como un puzzle perfecto que no abandona el tono detectivesco, que es lo que se oculta tras toda lógica judicial, que conduce hacia la expectativa última de todo juicio: conocer la verdad de los acontecimientos juzgados a través de la interpretación.
Sólo a partir de esa traducción, traducción excesiva y alucinada y que resultará completamente inaceptable para cualquiera que crea que «realismo» es sinónimo de «costumbrismo» y que la única manera de traslucir la lógica tras el ámbito judicial es que resulte tan tedioso y adusto e incomprensible como un juicio real —como sí, para eso, no sería más sencillo asistir a juicios reales antes que a la ficción — , es posible comprender la lógica subyacente tras Ace Attorney. No es una película sobre juicios, es una película sobre la ineficacia del sistema judicial japonés.
Hace falta recalcar lo de japonés ya no sólo por la exclusividad de los problemas que tiene aquel sistema por lo particular del mismo, como particular es el de cada país: por coyuntura, sino también por los mecanismos elegidos para representarlo. Si la lógica subsidiaria más próxima dentro de la representación es la del shōnen, el manga adolescente, es porque es aquel que resulta más natural para su público objetivo; intentar convencer a los jóvenes nipones de los prejuicios del sistema judicial es imposible a través de un ensayo árido que hable un idioma ajeno, sino que hay que adaptarse al idioma que éstos conocen: el shōnen. Puede resultar ridículo o excesivo en sus pretensiones para aquellos que necesiten sostener toda representación sobre el firme terreno del naturalismo, porque ellos no son los objetivos de su traducción. Para quienes conocen esos códigos, la película resulta cristalina: el sistema judicial japonés es ineficiente ya que, siendo un sistema garantista, no es lógico que la media de clientes absueltos de cualquier abogado japonés en toda su carrera judicial sean cinco. O ninguno. Todo ello, que en cifras crudas puede resultar inconcebible o ilógico, se puede comprender al instante viendo Ace Attorney: el poder de las fuerzas del estado son prácticamente ilimitadas, tanto por la coacción como por la desmedida imagen pública de poder que ostentan los fiscales.
El interés de la ficción siempre va más allá del subtexto, el cual ni es único ni unívoco, y por eso se puede disfrutar sin tener interés en el sistema judicial japonés. Pero incluso sin compartir coyuntural, también nos dice bastante sobre nosotros. En lo que respecta al lenguaje, nos habla sobre la capacidad narrativa desplegada a través desde los cruces naturales de lenguajes que se suponían ajenos (manga/anime-cine-judicial); en lo que respecta al sistema judicial, nos habla también sobre la necesidad de no ceder un poder excesivo a ningún actor, o grupo de actores, democráticos sino queremos acabar en lo que será, de facto, una dictadura. Si judicial, política, económica o de prensa, podríamos hablar otro día.
He incluso si nada de ello nos dice, ¿por qué no admitimos que su lenguaje hereda la versión más desquiciada de John Hughes, como si hubiera hecho una película judicial después de un viaje de tres semanas por Japón bajo los efectos de la ingesta masiva de MDMA? No hay lenguaje que no ahonde en sus raíces en otro lenguaje que nos puede ser más próximo, por más ajenos que se pretendan. He ahí la magia de la hermenéutica, de la interpretación, que encuentra en la ficción su mejor baza para hacernos ver la realidad haciéndonos creer estar viendo sólo otra cosa.
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