Si partimos de que la originalidad no existe, lo cual se viene defendiendo desde el Eclesiastes en tanto todo cuanto se pueda crear es siempre reflejo de algo anterior —cosa que, como el propio texto bíblico plantea entre lineas, ocurre de igual modo con el cristianismo/judaísmo, que es una amalgama de creencias anteriores — , entonces nos veremos en una problemática particular: hay obras que superan nuestro conocimiento. O incluso todo conocimiento. La originalidad absoluta no existe, pues es imposible crear un pensamiento sostenido sobre la nada, pero «originalidad» debería interpretarse no como «hacer algo nuevo» tanto como «dar una nueva mirada de algo viejo»; la auténtica novedad consigue en saber leer las obras anteriores a las nuestras para, en el proceso, encontrar el germen de aquello que hay de particular, de propio, en estas mismas obras.
Siendo que no hay genialidad si no es en la originalidad, Death Billiards sería una muestra perfecta de esta premisa. Una partida de billar donde se deciden dos vidas se convierte, por la sumisión hacia unas reglas que son ocultas incluso para quienes intervienen, nos demuestran como llegar hasta la originalidad: no necesariamente a través de algo nunca visto, sino haciendo que forma y fondo copulen alegremente ante nuestros ojos. Fascina, es original, porque juega con las expectativas, no nos permite vislumbrar los límites de sus propias reglas, dejándonos siempre en el limbo en lo que respecta al conocimiento de lo ocurrido. Incluso en su final. No tiene pretensión de pontificar o explicar o hacer algo que vaya más allá de narrar —aunque narrar sea per sé hacer pensar a través de fabulaciones, dirigir el pensamiento contando una historia— porque sabe que cualquier explicación siempre estará de más. Narrar es pensar, porque toda narración busca pensarse desde sí misma hacia el mundo.
Pretender explicar por qué es original Death Billiards sería como intentar explicar por qué amamos a una persona: una amalgama de verborréicas incoherencias, incoherentes incluso para nosotros mismos. Porque aquello que es original no puede ser explicado en tanto tributa no tanto al conocimiento como a la experiencia y la sensibilidad; no importa cuan bien se conozca la teoría, sólo el conocimiento tácito de las premisas de la narratividad y el dejarse imbuir por ellas nos permitirá explorar la novedad.
El logro de Yuzuru Tachikawa es conseguir articular una narrativa à la Akira Kurosawa, donde la verdad queda oculta por la imposibilidad de conocerla, o queda implícita a la interpretación del espectador, desde una estética, también en lo narrativo, que nos recuerda a la oda a la consolación de la memoria que es Bartender. Death Billiards es pensar con, desde y hacia un billar, consiguiendo en apenas veinte minutos esbozar todos aquellos aspectos al respecto de la existencia que se consideran como las preguntas clásicas de la filosofía, del hombre, del ser humano. Preguntas tan bien conocidas, tan repetidas esos «cómo» y «por qué» y «cuándo» y «quién» dentro del fuero interno de cualquier ser sensible, que enumerarlas sería faltar al respeto de aquello que pretende plasmar la propia película: la absoluta sencillez, e imposibilidad, de dar una respuesta unívoca a tales preguntas. Porque la respuesta debe nacer de uno mismo.
Cada frase y cada imagen, o cada ausencia de éstas, es un brillante apuntalamiento del misterio que sólo tiene respuestas en el corazón de sus espectadores. O de sus protagonistas. Porque sus protagonistas no son más que proyecciones de diferentes aproximaciones de los espectadores que asisten al espectáculo; cualquier pretensión de encontrar una verdad absoluta, más allá de las verdades particulares que pueden sostener cada uno de los arquetipos —desde el viejo pragmático, que también podría considerarse un hombre de la resignación absoluta o un nihilista negativo, hasta el joven belicoso, que también podría considerarse un hombre que descubre la vacuidad de su existencia o un über-mensch que deniega los tratos divinos, todo son interpretaciones dadas desde una lectura exterior; sí, también las sostenidas entre guiones — , está abocada al fracaso en tanto carece de cualquier significación ulterior en la propia historia. Ninguno de los involucrados cree poder vislumbrar la verdad, o nada más allá de la verdad que le incumbe, por lo cual carece de sentido pretender que exista una verdad absoluta en ello.
Eso es narrar: no explicar, sino mostrar una tesis sin explicitarla nunca en texto. Por eso la originalidad es parte inherente de cualquier gran obra, porque aquello que carece de toda originalidad no podrá perturbar nuestros corazones, ni sorprendernos en sus giros, de tal modo que nos haga plantearnos incluso los límites de nuestras verdades. Tan pequeñas, tan frágiles, tan personales.
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