Todos conocemos a Sherlock Holmes, nadie conoce a Sherlock Holmes.
Si bien la frase anterior puede parecer pretenciosa o estúpida, algo a lo que sin duda contribuyen los juegos tipográficos, en realidad tiene un sentido práctico: todos conocemos al insigne detective londinense más de oídas que de primera mano. Esa es la crueldad de su sino. Por haberse hecho inmortal también se ha hecho polimorfo. Ya sea por sus muchas adaptaciones audiovisuales, por la influencia que ha tenido en cierta clase de novela detectivesca posterior o por el mero conocimiento popular, nuestra idea del personaje está viciada de ciertas ideas preconcebidas que no tienen porqué ser ciertas. Incluso cuando sí lo son.
En ese sentido, leer Estudio en escarlata es revelador. No sólo por su protagonista, sino, especialmente, por su autor, Arthur Conan Doyle. Porque, igual que Sherlock es un hombre teñido de aparentes contradicciones, sus historias nacen de una contradicción cruenta. Son estructuralmente impecables, pero estilísticamente mejorables.
Estudio en escarlata es una novela en dos partes. Donde en la primera parte seguimos a nuestros protagonistas en la segunda se nos presenta la historia del surgimiento de los mormones en conjunto con las desdichas de un padre y una hija unidos a la fuerza. Y si bien parecen no tener conexión alguna entre sí, en realidad están perfectamente hiladas. Es ahí también donde reside el espíritu de Doyle. En el misterio, en el suspense, en la concatenación de giros que parecen no tener sentido, pero que acaban resolviéndose de un modo satisfactorio. Lo cual incluye su división en dos parte. Sin esa segunda parte, sin ese detour monstruoso que escritores menos hábiles lastrarían o eliminarían de la versión final, la novela no pasaría de ser un entretenimiento vacuo de detectives infinitamente menos brillantes de lo que se pretenden. Aunque sólo fuera por su prepotencia.
Porque Sherlock no es infalible. Se le escapan cosas, tiene lagunas, no lo sabe todo. Ni siquiera llega a saberlo. Sólo el lector, como ente privilegiado, llega a conocer toda la historia detrás de unos sucesos que, en última instancia, tanto él como su fiel amigo, John H. Watson, sólo llegan a conocer un puñado de pinceladas. Algo que sólo vemos a través de lo narrado en la segunda parte.
De ese modo, no sólo mantiene la tensión dividiendo con elegancia la revelación en dos partes, ocultándonos con una mano lo que nos muestra con la otra, sino que también humaniza al personaje. No es autista. No es asperger. No es alguna clase de genio inadaptado e inútil. Es un intelectual al estilo decimonónico, de raigambre británica, donde el racionalismo está por encima de toda cualquier clase de asunción metafísica o sentimental. Es un ilustrado, incluso si lo es de un modo algo desquiciado.
Hasta aquí no hay ningún problema. Al menos hasta que caemos en la cuenta de que toda esa elegancia demostrada en la estructura no acompaña a su estilo.
Doyle es un escritor tosco. No malo, tosco. Su estilo carece de fluidez, se precipita demasiado a menudo y, si bien no hay auténticos problemas de entidad, tampoco hay personalidad. Todo cuanto vemos en Holmes o Watson de particular es por cómo se estructura el relato, no porque, a través del lenguaje, se nos transmita esa esencia única de los personajes. Lo cual es un problema. A fin de cuentas, lo único de la literatura es cómo usa las palabras. Y en este caso en particular, con los mismos mimbres —si, siguiendo la estructura o un guión, la hubiera escrito otra persona — , es difícil discernir dónde se supone que está Doyle aquí. Tan correcto, tan inane.
Problema menor, en cualquier caso, a tenor de la popularidad actual del personaje. Pero mayor si consideramos cómo cambia de personalidad de adaptación en adaptación. Cómo nunca llegamos a conocer su verdadera esencia.
Sherlock, en lo estilístico, no está a la altura de lo estructural. No vemos al personaje. De ahí que sea fácil adaptarlo a otros medios, ya que no pone el peso de la escritura en el proceso mismo de la escritura, pero también el defecto de que en cada ocasión parezca un individuo completamente diferente, pues lo estructural tiene también sus propias limitaciones. Porque la esencia de Sherlock, ese racionalismo llevado al extremo, nunca se llega a definir con la exactitud que merece.
De ahí sus problemas. De ahí que conozcamos a Sherlock Holmes, de ahí que no conozcamos a Sherlock Holmes.
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