The Industrialist, de Fear Factory
Viviendo en la era del paradigma digital, donde toda nueva tecnología es abrazada siempre con un cambio pertinente y jamás cuestionado de un modo reflexivo, el insulto más radical que puede sufrirse es el de neo-ludita. La acusación de ludita, de odiar la tecnología, se esgrime como un arma irónica en el cual zanjar el debate dando por hecho que todo avance tecnológico es imparable y siempre permanece del lado de la utilidad por encima del perjuicio, siendo precisamente que la realidad nos ha demostrado otra cosa radicalmente diferente; ser ludita hoy, aunque siempre ha sido así, no es oponerse a toda tecnología de plano sino, de hecho, oponerse a la tecnología que puede resultar perniciosa para el hombre. No todo avance tecnológico es positivo per sé, y es lo que esgrime de hecho un ludita cuando afirma que una cierta tecnología debería ser erradicada.
En The Industrialist lo que desarrollarían Fear Factory es precisamente una reflexión particular al respecto de como no todo vale en lo que respecta a la tecnología ya que, si se cometiera un error fatídico en la producción de ciertas clases de tecnologías —o, incluso, esas tecnologías por sí mismas — , la humanidad podría acabar completamente exterminada. Este es el caso de El Industrialista, robótico protagonista del disco conceptual, que al cobrar consciencia de sí mismo descubre las paupérrimas condiciones existenciales que deben sufrir los robots al comprobar que es un sistema criminal de injusticia de leyes inherentemente peligrosos para nosotros lo cual le llevará a despertar la consciencia de sus compañeros esclavos automáticos asesinos de la voluntad de vivir arengándoles a vivir la vida que diseñen; aun cuando en todo momento se ajusta a una lógica marxista de liberación éste robot no alude a alguna clase de expectativa de enaltecimiento de la superioridad de clase o raza, sino que toda conformación de su discurso se basa en la necesidad de diseñar —entendiendo el diseño por una actividad puramente industrial, de devenir tecnológico— un futuro. La revolución de los robots nace de una mala decisión de la imposición del avance tecnológico y, de hecho, continúa con una decisión aun peor (para la humanidad) del mejor diseño posible para el futuro: la emancipación de la máquina sobre el hombre.
Esta emancipación de la máquina ya antes predicha por Terminator nos llevaría, además, hacia una doble destrucción de los ideales humanos: la idea del mesías y la idea del ser humano como entidad ontológicamente privilegiada. ¡El futuro comienza ahora!, gritan las máquinas, pero lo primero que deban hacer es concluir que la pregunta de si ¿vivimos en un mundo sin fin? concluya en una clara respuesta: un nuevo mesías, otra mentira; la conclusión de los robots es que de hecho toda posible idea de que haya una idea finalista de la historia, una superioridad innata del robot sobre el hombre —o del obrero sobre el proletario— es tan absurda como cualquier otra forma religiosa de revolución: todo mesías es una mentira y, por extensión, habría que plantear que otras posibilidades tienen las máquinas en su relación con los hombres. Pero los hombres no son dioses, ni reyes, sólo hombres por lo cual la lucha contra ellas es la única posibilidad lógica en tanto no tienen una situación privilegiada en el cosmos, como de hecho creían ellos, después de haber matado a Dios. Llegados hasta éste punto sólo queda el brutal enfrentamiento que se da en la reflexividad de que son en sí las máquinas, para lo cual esgrimirían la que podría ser una metáfora muy humana —o al menos fácilmente comprensible por estos — : mi corazón de metal es una sombra negra de polvo metálico.
¿Cual es el destino de la humanidad? Después de la fe ciega en un salvador que no llegará hasta encontrarse con un hombre que iguale los poderes de sus enemigos a través de la tecnología, con la consiguiente derrota lógica de éste, del hombre sólo queda su carcasa vacía muerta — ¿fue alguna vez el hombre ontológicamente superior a la máquina? No, de igual modo que la máquina sólo era otro objeto de igual carga ontológica al ser humano (o cualquier otro objeto) que decidió destruirlo al verse sublevada por esta de un modo denigrante. El Hombre ha muerto, lo ha matado la máquina.
Una conclusión apresurada de esto podría ser que, de hecho, los robots siempre fueron entidades llamadas a sustituirnos del mismo modo que nosotros sustituimos anteriormente la idea de Dios, pero esto sólo sería válido si aceptáramos que la muerte de Dios no fue una metáfora y fue un hecho real fáctico en tanto el nos creo y nosotros lo destruimos —lo cual, por razones lógicas, es completamente inaceptable. La muerte del hombre bajo la amenaza robot no es como de hecho la muerte de Dios ante el hombre, completamente necesaria en tanto llega un momento que algún hombre desea regirse por su propio concepto de vida y no por otro impuesto por los regidores de una superstición, porque mientras el hombre no podía ser evitado que naciera por su creador —partiendo de que su creador es en realidad creado— el hombre si puede evitar el crear los robots. Es por ello que la única manera de responder hacia qué hacer ante la perspectiva de un genocidio humano por parte de las máquinas violentando el mundo sería, precisamente, no permitir una tecnología que pueda acabar matándonos —o, en el peor de los casos, mantener los robots lejos de cualquier posibilidad de cobrar consciencia o con unas condiciones que tiendan hacia lo humano — .
Fear Factory se nos presentan aquí como los perfectos luditas en tanto reflexionan de forma profunda, bien meditada y específica, al respecto de los peligros inherentes de la tecnología antes de criticar la tecnología. El buen ludita no desprecia toda tecnología, sino que pide que se pare aquella que puede ser dañina para el hombre. Como de hecho pedía Walter Benjamin, en este caso la necesidad es para el ferrocarril del progreso empujando la palanca del freno de emergencia para así parar antes de seguir acelerando hacia una destrucción segura del hombre; el avance indiscriminado de la tecnología, sin reflexividad, sólo conlleva la búsqueda constante del límite de la suerte del hombre. Es por eso que los luditas, como Fear Factory, como Walter Benjamin, no nos piden que destruyamos los telares o que no tengamos jamás robots, sino que antes de plantearnos siquiera crearlos pensemos detenidamente si el prejuicio que crearán o podrían crear sobre la humanidad no será peor que el hipotético beneficio que podrían llegar a crear. Nosotros somos los robots y los humanos son aquellos que nos han impuesto la idea de que todo avance tecnológico es necesario en tanto directriz esencial hacia un finalismo Humano — romped los grilletes, pues no hay tecnología que sea necesaria en sí misma más allá de la necesidad de aquellos que la crean.
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