Si tenemos en cuenta que la maternidad pervertida no es sólo una excepción dentro de la naturaleza del hombre —entendiendo tal naturaleza más bien en el radio de acción inmanente del hombre que de una condición esencial en sí: lo que hace el hombre, no lo que nace o hace nacer— sino que de hecho es una constante que ha condicionado al hombre incesantemente, entonces deberíamos comenzar a considerar que la maternidad en el hombre es siempre de facto una perversión. Mientras los animales tienen descendencia no por alguna clase de decisión innata de la necesidad de ver pequeñas réplicas combinadas semi-aleatoriamente entre sus dos progenitores, mucho menos imponiéndoles sus arbitrarias razones existenciales para que sigan su legado, sino por el hecho mismo de un imperativo biológico, el hombre asume con naturalidad el tener hijos por una condición racional específica, ¿quién nos recordará cuando hayamos muerto? Por supuesto esta pregunta, como cualquier buena gran pregunta que se origine en la razón, puede tomar una cantidad cuasi infinita de formas —¿quién me cuidará cuando sea viejo?¿quién seguirá mi legado?¿quién velará por mi parcela del mundo/de la realidad/de la nación cuando yo no esté?— pero sin embargo en todas ellas siempre se remite hacia la necesidad de que algo que sea esencialmente derivado de nosotros construya esa respuesta afirmativa.
Ahora bien, la maternidad pervertida llega en su máxima connotación no tanto con el alien, con aquello que es completamente ajeno de mí mismo pero sin embargo nos es reconocido en maternidad —como constataría la Teniente Ripley en Alien Resurrection—, como con el robot. Cuando hablamos del robot (inteligente) hablamos de una criatura que, de entrada, pervierte en sí misma toda idea de creación natural: es creado en el solipsismo humano sin necesidad de contacto biológico, no es parido sino construido y toda su engendración se basa no en una construcción natural sino maqúinico-científica; la creación de un robot es una construcción quiral al nacimiento de un niño. El robot como nacimiento impoluto, virginal y técnico, democratizante y negador de cualquier condición sexual pretérica, es la perversión última de la maternidad al convertirlo no en algo propio de una feminidad específica sino en una creación auto-poiética: el robot es creado en el propio contexto de lo maquínico, de lo técnico, de lo exclusivamente humano, de lo cual es parte —lo cual nos llevaría a la feminización de la máquina, la uterización de la ciencia germinada por el deseo humano.
En Prometheus esta perversión es particularmente importante por la relación que sostiene David con respecto de su creador, Peter Weyland, lo cual se vislumbraría cuando, en una de las escenas claves de la película, admite que David es lo más parecido que él jamás ha tenido un hijo — la maternidad queda aquí completamente atomizada hasta convertirse en una cuestión no de biología sino de pura creación, el robot que ha creado y que ha educado como si fuera un hijo demuestra tener un carácter y lealtad a fin al padre que hace que éste lo sienta su hijo. La relación paterno-filial se construye a lo largo de la película precisamente en la omisión, la elipsis, en lo que no conocemos ni de hecho podemos conocer en tanto su relación se origina precisamente en la fuente del deseo puro que emana en común entre los dos hombres; en tanto Weyland ha creado a David a partir de su deseo, David no deja de ser una extensión de la producción de su deseo mismo. Todo cuanto ocurre en la película, al menos hasta alcanzar el primer encuentro directo con uno de los ingenieros, se sostiene bajo el paradigma de David, el robot, extendiendo ad infinitum el deseo de vida de su padre, el creador, que ya no podrá acometer por sí mismo.
Si en el ser humano todo engendramiento de vida es el intento de evadir la muerte a través de una fuerza que lleve nuestro impulso vital más allá de donde la propia mortalidad nos permite, entonces el robot es el paradigma de toda extensión imaginable por el hombre —David cumple el deseo de su propia por motu propio, porque en tanto diseñado por él no deja de ser una extensión de su deseo vital mismo. Es en éste sentido en el cual el robot es el paradigma absoluto de toda creación humana. Sin una muerte tras sus talones, sin necesidad de hibernar o dejar de hacer otra cosa que sea disfrutar o aprender lo que le sea necesario para alcanzar su deseo, el robot es aquel individuo que puede cumplir los más delirantes esfuerzos que una mente sea capaz de concebir precisamente al eludir cualquier limitación física que la carne nos imponga. ¿Y qué ocurrirá cuando el robot consiga el triunfo que deseábamos demostrar como posible? Se le recordará a él por el logro pero a nosotros en tanto padres del susodicho se nos recordará por extensión como aquel individuo que logró triunfar sobre la muerte para conseguir un deseo inalcanzable, para conocer la inmortalidad del recuerdo. En éste caso David no es sólo un hijo, es la instrumentalización definitiva del hijo para conseguir que cumpla el legado de un padre que lo único que desea es poder extender su vida —o su deseo vital, lo único que permanece del individuo tras su muerte— más allá de lo que su propio cuerpo soportará en el mundo.
El Prometeo que nos promete el propio título de la película es, de hecho, David en su papel de ambiguo dador de dones: da los dones a los hombres, siendo castigado por sus actos impúdicos. Los dones de los hombres es el icor negro que los ingenieros guardaban en su nave y que, a posteriori, sería destruido al ir precisamente con los mismos dioses a los que ha arrebatado sus dones para ser castigado y aniquilados los hombres con quienes se encontraban. Ahora bien, ¿no era caso Prometeo un dios que se opuso a sus iguales para conceder los dones a los hombres? Sí, y he ahí la paradoja, la maternidad pervertida construye un individuo capaz de situarse no sólo al nivel del conocimiento hipotético de los dioses —pues ha conseguido inferir de alguna forma que el icor negro no es un arma biológica como defendería el resto de la tripulación sino, precisamente, los dones propios de los ingenieros— sino también como constructor de su propia nueva perversión de la maternidad: no busca la destrucción de lo humano, busca a través de éste la posibilidad de que la humanidad pueda trascender hasta conseguir el poder de los dioses.
David tiene el mismo problema esencial de Prometeo, y es que aun cuando el fuego es lo que produjo que los dioses lo fueran eso no significaba que el dárselo a los hombres produjera que estos se convirtieran en dioses. No hay Dios, mucho menos dioses, en un universo plagado de aristas en el cual la única realidad constante que somos capaces de encontrar es la más abyecta de las locuras que nos lleva que incluso Prometeo sólo consiga destruir a los hombres al entregarles el fuego en forma de un líquido extraño; si Prometeo era el padre putativo en el desarrollo del hombre en un mundo caótico al cual pretendió traer orden, David es el hijo putativo que busca el conseguir convertir a su padre a su imagen y semejanza en un mundo ordenado al cual pretende traer caos. El resultado de todo esto no deja de ser el capricho de un anciano por adquirir la inmortalidad que busca a través de su hijo, a través de su robot, para finalmente descubrir como, de hecho, la única posibilidad de encontrar una verdad absoluta a través de la cual convertirse en un Dios es la fuente de caos primordial de la cual nace todo orden: el icor negro es el don de los dioses, pero su don siempre ha sido la capacidad de destruir un orden específico para poder originar un nuevo orden fáctico en el cosmos; no se puede cambiar el orden de lo que ya es en sí sin jugar una ruleta rusa, pues en el momento que comenzamos a cambiar el mundo a través del caos el resultado del orden siempre será algo nuevo e imprevisible —el icor negro rediseña el ADN del individuo y, con ello, crea nuevas formas de vidas imprevisibles, caóticas. Para crear algo es necesario destruir otro algo, esa es la perversión última de toda maternidad y auténtico aprendizaje del torturado Prometeo.
Deja una respuesta