El samurai, como el rockero, es el que reclama el trono de la memoria para sí mismo

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Six-String Samurai, de Lance Mungia

El rock&roll co­mo gé­ne­ro ha te­ni­do la par­ti­cu­la­ri­dad de ha­ber na­ci­do y ha­ber­se man­te­ni­do siem­pre co­mo un re­fe­ren­te re­vo­lu­cio­na­rio, co­mo la bús­que­da in­con­for­mis­ta de al­go más allá de lo que una so­cie­dad en des­com­po­si­ción les ha con­ce­di­do ‑por lo cual en és­te sen­ti­do no se de­be con­fun­dir con la azu­ca­ra­da pro­ce­sión de rit­mos con­si­de­ra­dos du­ros en nues­tro tiem­po por la aca­ra­me­la­da es­tir­pe de oí­dos de abue­la. Aquí ha­bla­mos de roc­ka­billy y to­dos sus hi­jos, aque­llos que se eman­ci­pa­ron del pop en cual­quie­ra de sus en­car­na­cio­nes pa­ra ha­cer una mú­si­ca que se sos­tu­vie­ra por sí mis­ma más allá de las con­for­ma­cio­nes pro­pias de una so­cie­dad mer­can­ti­lis­ta que só­lo bus­ca el mí­ni­mo co­mún mul­ti­pli­ca­dor: so­ni­do fácil+público analfabeto=mucho di­ne­ro. Pero es­to no sig­ni­fi­ca que el rock re­nun­cie al di­ne­ro, al re­vés, la re­vo­lu­ción que ha­ce el rock no es de cor­te anti-capitalista sino que es la re­vo­lu­ción del ar­te por el ar­te, de la vin­di­ca­ción del rock&roll co­mo úni­co sen­ti­do ver­da­de­ro pa­ra una vi­da en des­com­po­si­ción; el au­tén­ti­co mú­si­co de rock pue­de to­car pa­ra ga­nar di­ne­ro pe­ro to­ca, en úl­ti­mo tér­mino, por­que no pue­de vi­vir sin el rock.

¿Por qué gen­te co­mo Buddy Holly, Ritchie Valens o The Big Bopper han crea­do al­re­de­dor su­yo una au­tén­ti­ca olea­da de san­ti­dad ‑has­ta un pun­to li­te­ral ab­so­lu­to: se rea­li­zan pe­re­gri­na­cio­nes al pun­to don­de se es­tre­llo el avión en el que iban cuan­do mu­rie­ron? Porque son san­tos de su pro­pia re­li­gión, la per­so­ni­fi­ca­ción de fi­gu­ras mi­to­ló­gi­ca­men­te car­ga­das de sig­ni­fi­ca­ción que do­tan de sen­ti­do la vi­da de sus cre­yen­tes. Es por ello que si Ritchie Valens nos de­mos­tró que no im­por­ta la ra­za pa­ra po­der ha­cer buen rock, The Big Bopper que por hu­mil­de que sean los orí­ge­nes se pue­de lle­gar al­to y Buddy Holly que ser un cua­tro ojos no es mo­ti­vo co­mo pa­ra no ser el chi­co guay de la cla­se, ¿por qué no de­be­rían ser con­si­de­ra­dos co­mo le­yen­das vi­vas ca­pa­ces de auto-replicarse co­mo en­ti­da­des re­vo­lu­cio­na­rias en tan­to ar­que­ti­pos que des­es­ta­bi­li­zan los pre­jui­cios do­mi­nan­tes en la sociedad?

Un po­si­ble mo­ti­vo se­ría que qui­zás sí los ru­sos hu­bie­ran ga­na­do la gue­rra fría e in­va­di­do EEUU, só­lo Elvis, el rey, pu­do ha­ber­se he­cho con el trono (li­te­ral­men­te) de Las Vegas y, por ex­ten­sión, fue el úni­co hom­bre que se si­túo co­mo una le­yen­da ins­pi­ra­do­ra en el mun­do. Pero una vez que el rey mue­re, ¿qué nos que­da­ría sino el pro­fun­do va­cío de ver mo­rir al úni­co que ha si­do ca­paz de crear una re­vo­lu­ción, mí­ni­ma y tran­si­to­ria, en un mun­do en rui­nas? Seguir rock&rolleando has­ta la muer­te, co­mo de he­cho ha­rá Buddy pa­ra lle­gar a ser el rey de Las Vegas.

Buddy no es Buddy Holly, pe­ro es exac­ta­men­te igual que él. Sus ga­fas, su gui­ta­rra, su tra­je; es él sin ser él: es su re­pre­sen­ta­ción. Es por ello que el chis­te re­cu­rren­te en­tre to­dos los que le ro­dean es in­sul­tar­le con el clá­si­co cua­tro ojos, in­ten­tar ri­di­cu­li­zar­lo por lle­var tra­je cuan­do vie­ne del más pro­fun­do agu­je­ro de mier­da co­no­ci­do ‑aun­que, por pu­ra ex­ten­sión, to­dos pro­ce­dan de él- e in­ten­tar ma­tar­lo pa­ra con­se­guir la gui­ta­rra que le ha­ría po­der re­cla­mar el pues­to va­can­te del rey. Eso no le im­pe­di­rá de­mos­trar a to­dos que es el me­jor gui­ta­rris­ta, ma­tan­do con su ka­ta­na por el ca­mino a to­dos los de­más roc­ke­ros que se atre­van a po­ner­se en me­dio en su via­je ha­cia la ca­pi­tal ac­tual del rock don­de po­der re­cla­mar su trono. Buddy es ya, de fac­to, el rey aun cuan­do no ha re­cla­ma­do su trono. ¿Por qué? Porque de he­cho él es Buddy Holly, su re­pre­sen­ta­ción mi­to­ló­gi­ca, y eso a nues­tros ojos le do­ta de un po­der le­gis­la­ti­vo que no ten­dría de no ser, de he­cho, el fan­tas­ma de al­guien que nun­ca ha exis­ti­do en ese mun­do (pe­ro que de he­cho exis­tió en el nues­tro). El pe­re­gri­na­je de Buddy sir­ve só­lo pa­ra cons­ti­tuir una le­yen­da que ya es­tá de he­cho ahí, pues mi­to­ló­gi­ca­men­te ya es el rey, pa­ra cons­ti­tuir­lo co­mo una reali­dad pa­ten­te en sí mis­ma, ne­ce­si­ta ori­gi­nar­se co­mo rey en tan­to tal.

Todo es­to nos lle­va a que el des­ce­re­bra­do cóc­tel de rock%roll, vio­len­cia y due­los im­po­si­bles nos di­ri­gen to­dos ha­cia el mis­mo pun­to: Buddy só­lo ha­ce lo que no­so­tros, en tan­to es­pec­ta­do­res, sa­be­mos que ne­ce­sa­ria­men­te ha de ha­cer. Este rea­li­za un via­je del hé­roe sin pro­fe­cía, pues na­die le di­ce que el lle­ga­rá a ser el rey, por­que de he­cho la pro­fe­cía de que su via­je aca­ba­rá co­mo es de­bi­do lo ha­ce el es­pec­ta­dor en tan­to tal; quien ve la pe­lí­cu­la sa­be que Buddy es una re­pre­sen­ta­ción de Buddy Holly y, por ex­ten­sión, car­ga de sig­ni­fi­ca­ción su fi­gu­ra ha­cien­do que ne­ce­sa­ria­men­te con­quis­te el trono del rock&roll que es­ta­ble­ce­mos, en nues­tra reali­dad, que de he­cho tie­ne de un mo­do in­dis­cu­ti­ble. Es por ello que el via­je de hé­roe en es­ta pe­lí­cu­la se dis­tor­sio­na, se re­tuer­ce, ma­ni­pu­la y cam­bia has­ta que asu­me la for­ma caó­ti­ca y erran­te del rock&roll, pues la úni­ca ra­zón por la cual hay una pro­fe­cía que lle­va a Buddy a ser-el-rey es por­que es el es­pec­tro de otro mun­do de un roc­ke­ro que ya fue el rey en su pro­pio mundo.

Aun con to­do, nos que­dan dos du­das que ex­pli­car ba­jo es­ta pers­pec­ti­va, ¿por qué es in­ca­paz de de­jar al ni­ño que le per­si­gue de for­ma in­ce­san­te atrás? Y, por ex­ten­sión, ¿por qué a par­tir de cuan­do se en­cuen­tra con él no pa­ra de re­ci­bir da­ños por su cul­pa pe­ro sin em­bar­go no mue­re? La res­pues­ta de am­bas pre­gun­tas no son dos, sino una que es la mis­ma: el chi­co es el he­re­de­ro con­cep­tual del es­pí­ri­tu de Buddy Holly al cual ten­drá que en­car­nar en un fu­tu­ro. Buddy es el maes­tro del jo­ven que le en­se­ña su fu­tu­ro ca­mino del hé­roe, que le en­se­ña la ra­zón pa­ra ha­cer rock&roll y com­ba­tir a muer­te por ha­cer­se su rey ‑pa­ra con­fron­tar un mun­do que es ne­ce­sa­ria­men­te hos­til, pa­ra apren­der a con­fron­tar la muer­te y po­der de­cir­le no he si­do es­cla­vo del tiem­po en to­da mi vi­da y aho­ra no lo se­ré de ti cuan­do cai­ga la no­che. Por eso, en reali­dad no es Buddy quien es el rey ya que, en reali­dad, no he­mos con­fe­ri­do a él la la­bor del hé­roe sino que se lo he­mos con­fe­ri­do a su as­pec­to. Cuando el ni­ño con­fron­ta y de­rro­ta a la muer­te ‑li­te­ral (ma­tan­do a La Muerte) y me­ta­fó­ri­ca­men­te (asu­mien­do la muer­te de Buddy)- es en­ton­ces cuan­do se de­fi­ne co­mo al­guien que es ca­paz de de­cla­rar­se rey del rock&roll en un sen­ti­do pu­ra­men­te he­ge­liano, pues ha exi­gi­do su re­co­no­ci­mien­to con­fron­tan­do a la muerte.

Six-String Samurai no es más que el pró­lo­go del via­je del hé­roe en que un chi­co des­cu­bri­rá que es­tá ben­de­ci­do por un po­der más allá de to­da ra­zón, que ca­mi­nan­do en la no­che po­drá des­truir a to­dos sus enemi­gos pa­ra que le de­cla­ren el nue­vo rey del rock&roll. Y lo ha­rá por­que de he­cho arras­tra de­trás su­yo la le­yen­da de quie­nes hi­cie­ron que él sea la re­pre­sen­ta­ción de una fuer­za ul­te­rior que va más allá del sen­ti­do, que es el rock&roll en sí mis­mo. Esta es la his­to­ria de co­mo se crean los hé­roes mi­to­ló­gi­cos, de co­mo to­do au­tén­ti­co Rey que va más allá de su sen­ti­do y de­rro­ta a la muer­te go­bier­na só­lo en las som­bras pa­ra do­tar de sen­ti­do la exis­ten­cia del pró­xi­mo prín­ci­pe que se con­ver­ti­rá en rey; los roc­ke­ros, co­mo los sa­mu­ráis, só­lo son re­yes cuan­do acep­tan lo in­evi­ta­ble de su muer­te y se ha­cen cons­cien­tes de que só­lo en ella se po­drán sen­tar a go­ber­nar en la me­mo­ria del mundo.

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