Uno de los problemas más radicales para la cultura, y no sólo para la de nuestro tiempo ya que es un problema endémico que se repite en toda época, es su flagrante conversión en una máquina de crear procesos espectaculares con los cuales entretener al público. ¿Qué entendemos por entretener para que se entienda como algo peyorativo? Entretener es mantener a alguien con la guardia bajo, haciendo que tenga su cerebro lo más desconectado posible de lo que ocurre: explosiones de color, sonido e imagen se conjugan en un espectáculo que disfrutar sin cuestionar los agujeros obvios en el sentido del espectáculo; el entretenimiento no busca hacer la mejor obra posible, sólo conseguir los mejores réditos económicos. Aun a costa de sus espectadores. Es por ello que, si hablamos de entretenimiento, el mundo de la cultura debería permanecer completamente ajeno de ella, no porque ésta sea una condición negativa per sé, que lo es, sino por aquellas consecuencias que se sostienen en su exposición: anestesiar la capacidad crítica, la imaginación, la inteligencia, de aquellos espectadores que atienden éstos espectáculos. Para comprender ésto, el reboot de Star Trek dirigido por J.J. Abrams se nos muestra como paradigmático a éste respecto.
Viendo Star Trek, la nueva iteración, no es difícil averiguar cuales eran las razones específicas del por qué la obra original no fue sólo una obra de culto minoritaria, sino también un fenómeno de masas con un enraizamiento profundo en las lógicas procedurales de la, por otra parte infravalorada, cultura pop: la locura científica, la imaginación desbocada, los pequeños detalles pulidos de forma obsesiva y unos personajes bigger than life configuran un mapa (estelar) a partir del cual es posible componer, incluso, la trama más absurda o fantasiosa por su capacidad de maravilla: cada instante parece irradiar pura magia de un futuro posible, incluso aunque nos sea extraño. Aunque J.J. Abrams pueda ser considerado un genio, cosa que podría ponerse en duda, y le da un toque personal muy particular al conjunto, los mimbres de toda la mitología trekkie y los actores son el auténtico corazón de la película. No hay nada en la película que no sea la actualización a nuestro tiempo de las formas narrativas y artísticas de la serie original.
Aun con todo, es sorprendente que funcione como un mecanismo de relojería para la imaginación, que no pasen cinco minutos sin sufrir al menos un sthendalazo al ritmo mental de «joder, ojala se me hubiera ocurrido a mi» —y digo «al menos uno» porque, en la mayor parte del metraje, es un no parar de ideas fantásticas arrojadas al espacio con un desarrollo exquisito bien — ; todo ello sin temer caer en el ridículo o en el exceso, incluso probando a retorcer algún cliché narrativo más cercano a la desverguenza de la serie B o de los videojuegos. Una película que hace soñar y que hace fans, que dan ganas de dar un puñetazo sobre la mesa (aunque no del bar) al grito de «ahora entiendo por qué hay que ser trekkie»: nos irradia de imaginación, nos hace soñar e imaginar, mientras nos epata con ideas imposibles de otros mundos y sus aventuras.
Puro siglo XXI para lo bueno y para lo mejor: aprendan, cineastas: no basta con hacer las cosas bien —aunque sea imprescindible — , hay que tener imaginación, sobrepasar los límites, crear mundos que querríamos habitar. Como ocurre con Star Trek. ¿O no? El problema es que, aunque la primera película de la saga que parece que no nos abandonará en mucho tiempo funciona a la perfección, la fascinación que produce en nosotros se nos muestra absolutamente ausente en su segunda parte — si bien es cierto que los primeros diez minutos de la película son puro sense of wonder, hasta el punto de poder ver esos primeros minutos como un episodio posible de la serie original copiado con los actores actuales, el resto de la película decide asumir los patrones del blockbuster vulgar de hoy: cámaras confusas, flagrantes fallos de guión y completa ausencia de cualquier sentido de la maravilla. ¿Y cómo sepultan éstos problemas? Si J.J. Abrams fuera cocinero, con salsa; si fuera médico, con tierra; como es cineasta, con una cantidad obscena de efectos especiales que nos obligue a decir «jo, que futurista».
Star Trek Into Darkness es la demostración empírica de como conseguir que lo que en un momento es todo sentido de la maravilla, en otro es puro sopor: salvo en el preciosista principio, seguramente lo mejor de la película —y la demostración empírica de que en Star Trek funciona mejor lo fantástico que lo oscuro de forma fragante — , el conjunto de la película es un quiero y no puedo de fascinación. ¿Qué demuestra el futuro? Que las cosas flotan: en lo cotidiano, viven igual en el siglo XXIII que en el XXI, pero con diseños más chulos: no es cotidiano, es nuestro presente con otros diseños. No intuye ningún futuro. Lo más irónicamente futurista, es la visita a una civilización que apenas sí ha descubierto la rueda: la imagen del futuro no es tecnología hi-tech funcionando con sobrios diseños funcionalistas Apple®, sino el retorno hacia un sentido de la maravilla que incluye el espíritu de una época que ya creemos que sólo puede existir en los libros. ¿Por qué soñaría hoy alguien con viajar a Marte? Por vivir aventuras, descubrir lo desconocido: ir más allá de los límites de lo conocido. Descubrir lo maravilloso en el mundo — la sobriedad oscura nolanita, el triunfo de la constatación del presente como un mundo utilitarista sin espacio para lo vibrante de la magia, es lo único que queda en último término detrás de esta segunda parte.
En resumidas cuentas, la nueva entrega del reboot de Star Trek no funciona en absoluto: no tiene apenas sentido de la maravilla, la narración está deshilachada —salvo quizás la parte final, de no ser por sus flagrantes inconsistencias— y aunque la historia es fantástica, parece basarse demasiado en la pura retromanía.
¿Pero cómo no caerse el conjunto con esas confusas escenas de acción à la Transformers, tan bien resueltas en la primera?¿O con esos giros de guión completamente injustificados que funcionan como pseudo-gancho emocional pero sólo te hacen torcer el morro y decir «qué cojones ha pasado ahí»? Al menos el final, lejos de ser un deus ex machina barato, está sustentado en un sólido desarrollo de guión —con unos problemas que, en último término, se pueden achacar a «la tensión del momento» en los personajes, si es que somos muy amables: yo no lo soy — ; el primero y el único de una película cuyos dos primeros actos van a la deriva à la Lindeloff: mete giros de guión y ya lo resolveremos. He ahí todos los síntomas del «síndrome blockbuster»: oscuridad impostada y funcionalismo, este segundo en forma de efectos especiales, ausencia absoluta de pretensiones artística, un guión que mantenga la tensión aun a costa de la propia historia y la retromania —con el ejemplo más evidente en Spock gritando «¡Khan!»: mítico para el fan, ridículo y sobre-actuado para el que no lo conozca; ¿el problema? Sólo funciona como guiño: en el Star Trek original, todo era cartón piedra y sobre-actuación, ¿qué sentido tiene aquí, cuando es todo CGI y actuaciones de copetín?
Una película entretenida, que no pasa de ser entretenida, que sin ser una mancha en el historial de J.J. Abrams sí que demuestra cuales son sus más habituales inconsistencias y, lo que es más peligroso, aquellas que les son más propias a nuestro presente. La renuncia a la gran aventura y el abrazo al corporativismo, dejar de lado la articidad en favor del fetichismo de la mercancía, nos deja en la situación de encontrarnos ante un perfecto caso de la sociedad del espectáculo: aplaudimos encantados exigiendo más entretenimiento, porque pararse a pensar que la basura que tragaremos será la misma basura que estamos tragando ya no es una opción.
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