…And They Have Escaped The Weight Of Darkness, de Ólafur Arnalds
Nuestra cultura se basa en un intercambio constante entre lenguajes que, a priori, se son ajenos entre sí, pero que comunican ciertas verdades que, por ser universales, pueden transmitirse más allá de la aparente incomprensión primera que pueda darse entre ellos. Es por eso que no nos resulta problemático ver como existe un trasvase de recursos entre las diferentes formas del arte, como nos resulta natural asumir palabras de otros idiomas para representar aquellas realidades con las cuales nosotros no hemos de haber lidiado hasta el momento. He ahí que el interés que pueda suscitarnos el arrojar una tímida mirada hacia el otro, hacia el vecino, hacia el desconocido, se fundamenta en esa decisión particular de poder ver si podemos apropiarnos de algún elemento que nos es aún ajeno; no es un caso de depredación, sino de comensalismo: al conseguir un elemento particular que hasta el momento nos era extraño, enriquecemos nuestra visión del mundo sin perjudicar la de aquel de quien hemos tomado prestado ese elemento. Sin comensalismo, no habría cultura.
Quizás por eso en algún punto de Islandia hay un peculiar agujero atravesado por un túnel que nos dirige por las ctónicas entrañas del mundo; todo oscuridad, humedad, pasados insondables. Pero si atravesamos el túnel en su totalidad, logro ya de por sí notorio, y escalamos la abrupta pared con la que nos encontramos allí, al salir, nos veremos en mitad del parque de Yoyogi en Tokyo: el viaje nos habrá llevado desde puntos distantes, sin conexión alguna conocida, ahora unidas por una sinuosa linea de sombras. Sólo así, y no por las peculiaridades compartidas de las islas, se podría entender el como en ambos lugares se han abrazo unas tradiciones neo-clásicas con tantos paralelismos comunes.
Lo singular de …And They Have Escaped The Weight Of Darkness es situarnos en medio del encuentro con un Ólafur Arnalds contenido, explorando las posibilidades de un hipotético minimalismo neo-clásico que, arrogado en su propia capacidad de estructurar el espacio sonoro, se decide por intentar representar ese oscuro túnel en cuyo viaje nos espera el tour de force sentimental de nuestras emociones; como es propio en él, el disco se mueve entre la melancolía y la belleza para retratar la huida imposible desde las tinieblas hacia la nada. En su representación, no hay nada más que las desnudas melodías sobre los artificios de su articulación. O al menos eso pretende, hasta que las melodías salen huyendo despavoridas en inminentes explosiones sentimentales que, aunque nunca terminan de materializarse, parecen escudarse en una búsqueda imposible de algo que hay más allá de sí mismas: sus despuntes breakbeat, conjugados con estructuras orquestales clásicas —y, como no podía ser de otro modo, con un esplendoroso uso del violín — , conforman un huracanado encuentro con lo más profundo dentro de nosotros. Todo su tejer delicadamente nos remite al trabajo de una dedicada Penélope esperando a Ulíses: está estática, pero su viaje acontece en el tejer: cada puntada es una nota, el tejer un ritmo, cada deshilado una ruptura del mismo.
Lo que nos propone Arnalds es entonces nada más que un viaje hacia el sentimiento en sí mismo, hacia las formas más puras de nuestros recuerdos, aquello que ningún lenguaje puede comunicar. Salvo la condición poética del mismo. Por eso nos hace falta la música de un hombre cuya sensibilidad nos remite al zen, al vaciado de todo significa, a la respuesta paradójica para darnos en el encuentro con nosotros mismos; la extinción del «yo» es la única manera de alcanzar el «yo»; sólo en lo que hay de extinción del significado en la música, podemos encontrar su auténtico significado. Por eso escuchar un disco como éste implica hacer un ejercicio de abstracción profunda, dejarse arrastrar por las olas, permitir ser herido por los sentimientos: escuchar …And They Have Escaped The Weight Of Darkness con los oídos en vez de con el cuerpo, es el error clásico de aquel que cree que la poesía nace sólo de lo dicho. El silencio y lo que no se dice, el cuerpo y no sólo los oídos, es a lo que nos remite lo poético en la música.
Aquí no podemos encontrar ya una violencia que sea realmente hiriente en términos físicos, ya que estamos hablando de un cálido abrazo secreto de una amante que nos roza como sin tocarnos: intenta estar cerca nuestro, pero sin deshacer aquello que nosotros somos. Su pretensión es que unamos las piezas, pongamos nuestros sentimientos y recuerdos en el flujo propuesto por la música — lo que borda Penélope en el tapiz es lo que cada uno imagina que habría bordado de haber tejido él tal tapiz.
Pensar que estamos ante una compilación de fragmentos, tal y como se suele escuchar ahora la música: dividida y vendida por partes, nos haría caer en el error clásico del mal oyente música. Estamos ante una historia completa, sólida, continúa, lógica; cualquier pretensión de aprehender su significado se esfuma entre nuestras manos, cualquier posibilidad de sentirla fraccionada se nos arrebata como lágrimas en la lluvia. Su lógica nace entonces de su progresión, de lo que dice y lo que calle, y no sólo de aquello que en cada momento deseemos escuchar; e igual que no comprendemos una historia si se nos escamotea alguna de sus partes, esta historia se nos hace inteligible si no es comprendida en su mismidad absoluta. Por eso, si ese túnel del que hablábamos no está en el sótano o el jardín de Arnalds, es porque anida aun más profundo en su hogar: en el centro mismo de su lenguaje (musical).
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