Sound of Noise, de Ola Simonsson y Johannes Stjärne Nilsson
Según nos diría el gran Luigi Russollo en El arte de los ruidos lo único que ha permitido la evolución de la música dentro del paradigma cultural del hombre ha sido el avance de las máquinas. Si bien generalmente el futurismo puede caracterizarse como un arte cuya teorización siempre primo la mitoligización del presente sobre un auténtico análisis de las peculiaridades particulares de las máquinas que amaban más apasionadamente que a sus mujeres, sería noble admitir que Russollo conseguiría adelantarse en todos los aspectos a la evolución connatural de la música a lo largo del siglo XX. El invento de toda la instrumentalización eléctrica, inconcebible hasta nuestro tiempo y actualmente piedra base de toda la música contemporánea, daría la razón a la idea de como la máquina distorsiona de forma completa el sentido último de la música. Pero no paremos ahí, la existencia del noise como género musical constituido en sí mismo o, por extensión, el uso de prácticamente cualquier objeto como instrumento ha repercutido en la maquinización de la música: esta evolución de la música es paralela al multiplicarse de las máquinas ‑diría Russollo.
La premisa de Sound of Noise se podría reducir a su vez en otra de las frases pilares del manifiesto futurista de Russollo cuando afirma que hay que romper este círculo restringido de sonidos puros y conquistar la variedad infinita de los sonidos-ruidos. El gran concierto/atentado que planea Sanna Persson no deja de ser el intento de quebrar la idea de que la música debe componerse necesariamente a través de estructuras e instrumentos legitimados por el tiempo, por la anquilosada aceptación académica de que es arte por la supervivencia a lo largo del tiempo de esas mismas piezas, abriendo la posibilidad de que incluso el ruido del día a día se convierta en una composición musical; no hay una intención extrema de convertir el ruido en una forma legítima de construcción del mundo, pues no son Masami Akita afirmando que su deseo es destruir el sonido del mundo para imponer su ruido como realidad única, pero sí de legitimar toda forma de ruido como una posibilidad dentro de la construcción del discurso musical en sí. Su intento es crear el concierto definitivo en el que, a través de la musicalidad de los diferentes ruidos de las máquinas de nuestra contemporaneidad ‑lo cual incluye el cuerpo humano‑, puedan crear un nuevo paradigma de la música en el cual se legitime el valor del sonido más allá de las armonías clásicas ya desgastadas hasta la extenuación.
Éste acto terrorista denominado Music for One City and Six Drummers se dividirá en cuatro actos buscando no sólo la musicalidad en sí de los objetos, sino su simbolismo. En su primer movimiento asaltarán un quirófano con un importante presentador de televisión aquejado de almorranas el cual utilizarán de instrumento musical, éste acto tiene el simbolismo de como incluso el ser humano es una máquina productora de ruidos y, por extensión, es también el humano el encargado de ser música: el operario de la música, el hombre sedado que está siendo utilizado para mantener el ritmo, se nos muestra aquí como objeto agente y objeto paciente al mismo tiempo; el presentador de televisión es instrumento e instrumentalismo sin caer a su vez en contradicción. Con esto lo que consiguen es plasmar la rara avis esencial del ser humano ante la música, pues aun siendo quién clasifica e induce las conformaciones del ruido para que genere música es, a su vez, un generador de ruido más a través del cual componer la música ‑lo cual es harto evidente en un clásico más o menos moderno: el papel del cantante dentro de la música-. El segundo acto donde generarán un concierto en un banco, disruptiendo el orden de las colas y destruyendo dinero para generar un sonido ambiental, no sería más que una extensión del punto anterior: el dinero no es un bien necesario, un bien ajeno a su propia acción, sino que toda moneda (viviente o no) es un instrumento reconstruirle en términos de valor (musical, en éste caso) más allá del de su precio.
Lo que destruyen en primer lugar no es sólo un cierto sentido de la música al legitimar que música sea todo aquello que permita hacer una serie rítmica de sonidos que se puedan considerar artísticos, sino que también destruyen un cierto sentido específico de lo real. El triturar el dinero y el utilizar el cuerpo humano como objeto de percusión remiten hacia el mismo espacio donde todo el mundo no es más que un macro concierto donde el auténtico sentido de lo real está en la capacidad de los cuerpos de crear sonido y no en su precio relativo; el valor de todo cuanto existe para un terrorista musical (y para un músico por extensión) debe ser el valor intrínseco de la cosa en sí para generar el sonido adecuado que se necesita para la composición actual. ¿De qué vale un stradivarius que cueste cientos de miles de euros en el contexto de un concierto suburbano donde la pretensión sería generar un marisma de caos post-industrial? Entonces un mucho más modesto taladro de sesenta euros y un sentido rítmico suficiente ante la perforación de un muro de teflón sería suficiente para generar el sonido adecuado: el stradivarius cuesta más (dinero), pero el (sonido del) taladro es más valioso.
El tercer acto no es más que la representación absoluta del momentum anterior, el crear un concierto con maquinaria pesada interrumpiendo un concierto de música clásica, y el cuarto acto no sería más que la síntesis de todo lo construido hasta ahora: el concierto generado con el sonido de los cables de alta tensión, la electricidad como construcción del sonido último del mundo. La electricidad, la misma que nos dio la mayor parte de las máquinas con las que hacemos música hoy, es la protagonista última de esa musicalidad que inunda el mundo como si de hecho estuviera desde el más insignificante de los objetos del mundo. Su pretensión última como terroristas musicales no es, en ningún caso, deslegitimizar la música como algo ya acabado pues su pretensión es precisamente la constraria en tanto pretenden abrir la perspectiva de que el mundo entero es una caja de ritmos con infinitas posibilidades de construir nuevos sonidos, nueva música. Cada máquina que crea el hombre genera nuevos sonidos y, por extensión, nuevas posibilidades, pero es que también lo que siempre ha estado ahí sigue generando una musicalidad cuasi infinita en la que sólo nos queda elegir que cosas combinaremos hoy para construir nuestro nuevo discurso musical. Por eso es terrorismo por muy musical que sea, porque genera un profundo temor ante la posibilidad de que el hombre no sea un agente musical privilegiado sino un medio para que el mundo explote toda la música que contiene dentro de sí.
Deja una respuesta