escupe al precipio (de las pulsiones)

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El ser hu­mano se de­fi­ne siem­pre an­te su pul­sión de muer­te, bus­ca el mo­do de tras­cen­der ha­cia un es­ta­do más allá de la in­cer­ti­dum­bre exis­ten­cial. Sólo hay dos dis­po­si­cio­nes au­tén­ti­cas de co­mo abor­dar es­ta cues­tión: apa­gar el ce­re­bro y se­guir unas inanes exis­ten­cias guia­dos por una fe cie­ga ‑en la re­li­gión, en un par­ti­do po­lí­ti­co o un equi­po de fútbol- o bien bus­car una tras­cen­den­cia ca­tár­ti­ca; en­con­trar un ca­mino ha­cia el auto-conocimiento. Estos ca­mi­nos son con­tra los que se en­fren­ta Tony O’Neill a tra­vés de sus per­so­na­jes, pe­ro tam­bién en la es­cri­tu­ra en sí mis­ma, en el re­la­to Esperando A C.J.

Nuestro pro­ta­go­nis­ta de nom­bre anó­ni­mo va ha­cia ca­sa de su ami­go C.J. pa­ra así chu­tar­se al­go de he­roí­na con la que pa­sar el mono. El tras­cen­den­tal mo­nó­lo­go in­te­rior se aca­ba­rá en cuan­to lle­gue a su ca­sa y se en­cuen­tre con el de­so­la­dor pa­no­ra­ma: El ga­to con som­bre­ro, un tra­fi­can­te la­tino del lu­gar, ve­nía a co­brar­se sus deu­das. Cuando pa­re­ce que ya no po­día em­peo­rar, con el pro­ta­go­nis­ta en­ca­ño­na­do por un me­xi­cano en­ca­bro­na­do mien­tras su­fre un mono bru­tal, la cis­ter­na sue­na mien­tras La Muerte, en su ver­sión más apo­li­lla­da co­no­ci­da, ha­ce su apa­ri­ción sa­lien­do del ba­ño. Entre hi­la­ran­tes dis­cu­sio­nes so­bre la muer­te de C.J. y el ab­sur­do de se­guir es­pe­rán­do­le al fi­nal to­do se jue­ga en una par­ti­da de aje­drez re­con­ve­ni­da en una de da­dos; quien ga­ne la par­ti­da de­ci­di­rá que ha­cer con el al­ma del ex-yonqui au­sen­te. Ante la po­si­bi­li­dad de ju­gar con sus pa­res o sa­lir de allí con una bol­sa de co­caí­na sin cor­tar nues­tro pro­ta­go­nis­ta eli­ge la úni­ca op­ción cohe­ren­te pa­ra aquel no cria­do pa­ra la gue­rra: eli­ge mar­char­se de allí con la dro­ga. ¿Y qué con­si­gue yén­do­se de allí? Verse só­lo arro­ja­do en el mun­do don­de la muer­te es­tá en to­das par­tes. Reniega de la pul­sión de muer­te, de en­fren­tar­se a la po­si­bi­li­dad de la muer­te de su ami­go don­de ve­ría re­fle­ja­da su pro­pia con­di­ción de mor­tal, re­fu­gián­do­se en una dro­ga que mi­ti­ga­rá esa pul­sión; a tra­vés de su pro­pia bús­que­da de la tras­cen­den­cia anu­la su con­di­ción inhe­ren­te de en­te en proyección.

A tra­vés de es­ta tras­cen­den­cia dia­ria po­de­mos al­can­zar la reali­dad bus­ca­da por to­do hom­bre a lo lar­go de la his­to­ria, eli­mi­nar (bre­ve­men­te) nues­tra con­di­ción de en­tes en pro­yec­to. Pero pa­ra ello hay que de­jar cons­tan­cia per­pe­tua­men­te de no­so­tros mis­mos a tra­vés de nues­tro me­dio ‑las dro­gas, la es­cri­tu­ra o cual­quier otra co­sa que nos con­duz­ca a un es­ta­dio ul­te­rior de auto-conocimiento- cons­tan­te­men­te; la tras­cen­den­cia es un tra­ba­jo per­pe­tuo. Y sin ella, lo úni­co que nos que­da, es la­men­tar­nos amar­ga­men­te al bor­de del precipicio. 

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