A veces no es suficiente con estar aquí. Con estar presente. El mero hecho de existir no nos convierte en nada especial, porque sólo nuestras acciones, el hecho de existir con alguna clase de propósito, es lo que dota de sentido a ese estar aquí. Estar en el mundo. Con los otros. Porque, en ocasiones, quienes más proclaman su presencia son, precisamente, quienes menos están.
Jonathan Safran Foer está muy presente en Aquí estoy. Eso es indiscutible. Está tan presente que, a lo largo de sus más de setecientas páginas, es imposible no notar que su presencia acaba fagocitándolo todo. No sólo porque su autobiografismo, su necesidad de señalar hasta la última pelusa que encuentra en su ombligo, acabe resultando asfixiante —y, contra todo pronóstico, muy interesante; igual que puede hacerse tedioso y excesivo, es imposible no disfrutar de su prosa, brillante y ágil — , sino también porque eso acaba redundando en su imposibilidad de observar nada de cuanto ocurre en el mundo que le rodea. Todo cuanto existe en la novela es Jonathan Safran Foer y cómo se ve el mundo mediado por la visión y necesidades personales de Jonathan Safran Foer.
Aquí estoy es lo que ocurre cuando un ególatra escribe una novela. Cuando, haciendo su mejor esfuerzo, alguien que sólo piensa en sí mismo intenta comprender al mundo y cuanto le rodea para llegar a la conclusión de que, incluso cuando se equivoca, todo gira alrededor de su ombligo.
Eso no es algo malo per sé. A diferencia de lo que es habitual, aquí no entendemos la egolatría como algo necesariamente negativo: el arte no existiría si todos los egolatras del mundo decidieran callarse. Además, en el caso que nos ocupa, esa egolatría se traduce en una gran prosa combinada con algo interesante que contar —el paralelismo existente entre una crisis humanitaria en Israel y la decadencia de un matrimonio de clase media — , por lo cual, al menos en parte, esa necesidad de mirarse a sí mismo, no necesariamente a través de la luz más favorecedora, acaba beneficiando al libro.
Incluso si lo es sólo parcialmente. Porque si bien sus virtudes son obvias e innegables, no deja de tener problemas. Algunos de ellos bastante graves.
Si en Aquí estoy sólo existiera un personaje, sería una novela perfecta. El problema estriba en que, de hecho, existe un mundo fuera de la psique del personaje principal. Y ese mundo es tan inane, irritante y complaciente como cabe esperar de la visión de un egocéntrico; no es ya que el único ente con personalidad sea su protagonista, es que los demás son malos estereotipos de lo que el protagonista, si es que no el escritor, cree que son todos los seres humanos. Incluido él mismo.
Al más puro estilo post-freudiano, todo cuanto ocurre se puede circunscribir en categorías más o menos cerradas y compartimentadas de personalidades y síndromes. No caben sorpresas. No caben desarrollos imprevistos. Incluso cuando todo ocurre en los diálogos, ágiles e interesantes por lo general, no es difícil ver los mecanismos internos que hacen moverse al personaje. Desde la esposa que existe sólo por y para el lucimiento (o humillación; no por nada, lo que transmite es puro veneno emocional) del protagonista hasta unos hijos cuya presencia sólo sirve para mostrar el gap emocional existente entre cualquier para de generaciones llevándolo hasta el extremo más ridículo posible (el de la pérdida intrínseca de valores; algo que además no es cierto, porque ni la generación de Safran Foer tiene por héroe a Philip Roth ni la de sus hijos tienen a Kanye West), todo se circunscribe en categorías psicológicas fácilmente reconocibles en un todo que no deja de ser un enorme «todos son idiotas menos yo, salvo porque yo también soy idiota».
De ahí también la constante comparación con Abraham. Con uno de los mitos más oscuros de la Biblia. Todo se reduce a los daddy issues que se van articulando de padre a hijo, haciendo que todo consista en el asesinato y la supervivencia al padre, haciendo ley universal un freudianismo que sería, en el mejor de los casos, una teoría bastante cuestionable.
Porque ahí radica lo más triste de todo esto. Ni la idea subsidiaria es mala ni la prosa tiene ningún fallo realmente profundo, pero todo el subtexto que hay detrás, además de su ejecución en el plano puramente estructural, resulta tan endeble, tan fácil, que resulta inconcebible que un escritor con tanta gracia para algunos aspectos sea tan incapaz para otros tantos igualmente importantes.
No es normal invertir decenas de páginas, cientos incluso, en asentar un primer acto que podría resolverse en no más de veinte. Que el conflicto real, no sólo la disposición del contexto, no aparezca ni siquiera insinuado hasta más de trescientas páginas después de haber empezado la novela. Va contra toda lógica. Y aun así, seguimos leyendo entre personajes desdibujados y reflexiones avergonzantes, porque las frases son bonitas y, cuando explora la psique del protagonista, todo es extrañamente coherente, lógico y acertado. Porque ahí parece radicar su propio límite. Presentar toda la disposición de aquello que conoce, de lo único que conoce —sí, efectivamente: él mismo — , a través de la forma más bella y perfecta que es capaz de proveer. Que lo es mucho. Pero que no deja de ser el disfraz para narrar algo que ni le importa ni le interesa. Porque, en última instancia, al final del día, sólo le importa su ombligo. Que aquí está.
Por eso, finalmente, no tenemos una novela, sino dos. En una, el peso dramático cae sobre los daddy issues de un protagonista que va explorando su psique desde el principio, en la otra, el peso dramático cae sobre la descomposición de un matrimonio que simboliza también su relación con su religión y con su condición de seguidor de la misma.
El problema es que esas dos novelas acaban por solaparse entre sí. Porque donde la primera resulta fácil e insultante, tan poco estimulante que, literalmente, ya en la antigua Grecia se defendía el «los jóvenes ya no respetan nada», la segunda resulta estimulante y muy poco transitada, un auténtico melocotonazo donde se hilan, como un todo, el hecho de cómo la religión de un hombre es como la relación entre sus padres para un hijo: la guía espiritual y formal de cómo se organiza el mundo. ¿Y qué ocurre cuando se desmorona esa relación? Que todo el mundo se viene abajo. Que nada tiene sentido. Que todo cuanto existe es un caos absoluto donde no se distingue arriba de abajo y donde todos los prefectos ético-morales que pueden existir dejan de tener sentido.
Pero eso es lo que no consigue transmitirnos del todo Safran Foer. Está demasiado ocupado en describirse como para comprobar que su hijo de ficción, que también debería ser él, carece de personalidad. Que su esposa de ficción, que no tendría porque ser su ex-esposa real, carece de forma. Que, en última instancia, subordina toda la producción de ese sentido pleno, complejo e interesante que tiene siempre a la vista, acaba siendo fagocitado por una lectura torticera y fácil de la existencia que acaba infiltrándose, como otra novela en sí misma, a través del freudianismo más ramplón. Porque, fuera de sí mismo, parece querer decirnos, sólo puede leer el mundo a través de patrones ya prestablecidos. Y de ese modo, hace que la segunda novela quede en segundo plano. Porque lo único que importa, al menos al nivel puramente estructural, es que el propio autor parece incapaz de trascender ese solipsismo en el cual habita aislado de un mundo que sólo parece comprender un modo puramente teórico.
En Aquí estoy hay una novela mediocre y una novela genial, pero la segunda sólo podemos intuirla. A fin de cuentas, la figura de Safran Foer, gigantesca y bella, patética y redentora, insiste en tapar, tal vez sin su conveniencia, el auténtico significado de lo que quería transmitir. Y eso es una pena dado lo falto que vamos de genialidad, más aún en el plano de la reflexión teológica. Especialmente si dios o la religión son la excusa para hablar de nuestra relación con los otros.
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