Nada tan duro, tan honesto, como el amor. Por su cualidad de enfangar todo juicio, haciéndonos llegar más allá de donde cualquier instinto o razón pueda sugerirnos prudencia alguna, podría denominarse como la forma más pura de conexión con los demás, también la forma más estilizada en devenir persona. Amar es humano. Por eso, para procrear, lejos de apelar a argumentos racionales —es necesario perpetuar nuestros genes para que nuestra muerte no sea absoluta— o naturales —estamos diseñados para tener descendencia — , solemos asociar la reproducción con algo más simbólico, profundo, poliédrico, como es el amor: nuestra descendencia es siempre, o se busca que sea siempre, fruto de unión amorosa. También existe lo accidental. Existen los hijos no deseados o los hijos encontrados, más que buscados, lo cual no excluye para que todos ellos se circunscriban dentro de una lógica no-biológica, menos aún racional, en nuestra relación con ellos; a un hijo se le quiere, o se le odia —aunque sea anti-natural, porque odiar siempre implica amar ante oposición; amarse demasiado a uno mismo como para negarle el odio a la antítesis que tenemos delante — , por el hecho mismo de haber nacido. De ser hijo.
La saga Terminator se define en el amor. Si The Terminator es historia de amor encontrado, encontrado porque aunque viene auspiciado por la necesidad es un amor que se encuentra de forma orgánica; Terminator 2: Judgment Day es historia de amor recobrado, recobrado en tanto devuelve a Arnold Schwarzenegger como T‑800, también porqué ejerce de protagonista desde el otro lado: donde fuera villano, fuerza motora del amor —no existe historia alguna de amor que no haya conocido de villanía, de disposición de no poder haberse cumplido, porque toda historia de amor, por historia, debe poder superar obstáculos para constituirse en la catarsis — , revierte su función: ahora héroe, objeto del amor vertido.
En tanto John Connor, Connor sin padre, es ahora objetivo de los ataques donde antes lo fue su madre, la función del T‑800 acontece como figura paralela a la de Kyle Reese: retorno del padre, amor recobrado, en tanto consecuencia tan directa de su nacimiento como aquel que fecundó a Sarah Connor. Padre que, a priori, creemos asesino; el shock que supone encontrar su vuelta sin saber del cambio origina un interesante juego de expectativas: los roles invertidos crean una disonancia cognitiva en el espectador, produciendo un primer punto de inflexión. Aunque no sólo de brillantes juegos vive la película. Como figura paterna, T‑800 se muestra como fuerza imparable, que aprende tanto como enseña. Connor queda marcado por la impronta de un terminator, alguien que se suponía debía ser su enemigo —de quien aprende a renunciar, en la medida de lo posible, a la violencia: nunca sabes quién podría ser aliado en el futuro, quien no será ya nada si está muerto — , en tanto medida como éste queda marcado por la impronta de Connor.
No existe contradicción en que el aprendizaje sea recíproco, nacido del amor mutuo dado en la proximidad tácita entre dos personas. En ese sentido, su momento más emblemático sería el más icónico: cuando el T‑800 comprende qué es «llorar», es cuando comprende toda la dimensión de lo humano —aprendizaje que no se reduce al momento, sino que se ha ido edificando a partir de pequeños momentos de aprendizaje que han culminado en la comprensión, por experiencia, de conceptos abstractos — ; por efecto, comprende que nunca será humano: una máquina puede comprender sentimientos, no sentirlos; aunque sea su propia paradoja: cultiva sentimientos en consciencia de ser incapaz de hacerlo. Aprende amando, por ello no hay contradicción. Amar implica aprender del otro, con el otro, dirigiéndose junto con él a través de una experiencia catártica que resulta, de base, incognoscible para ambos; nunca se aprende lo ya sabido, sino aquello por conocer. Parece una obviedad, pero no lo es. Aprender no implica descubrir de forma racional los acontecimientos del mundo, sino interiorizarlos de forma profunda en, y a través de, la experiencia.
En cualquier caso, quedarse en lo sentimental, en el amor como entendimiento tácito entre individuos, sería obviar su auténtica profundidad. Su dimensión política, incluso mayor que en la primera —incluyendo toda referencia a Sudamérica, zona revolucionaria por excelencia en los 90’s; también porque amplía la temática de Skynet, las paradojas temporales como función política o piensa los límites de la disidencia: ¿es positivo matar a un hombre inocente para poder tener la oportunidad de impedir un genocidio? — , estalla aquí como una bomba. O como una bala de francotirador. Además de ajustar la mira en las condiciones materiales de la lucha civil, adelantando incluso conceptos de cyberguerrilla del ejército de liberación zapatista, también suma ataques contra la psiquiatría. El Hospital Psiquiatrico de Pescadero, donde está hospitalizada Sarah Connor, sólo conoce de una lógica: quien está dentro, debe permanecer dentro. Quien dice algo fuera de la lógica normativa, está loco; quien se ajusta a la perfección a la lógica normativa, sólo dice lo que los médicos quieren oír: puro terrorismo psiquiátrico en acción. Terrorismo psiquiátrico que sirve para escenificar los límites impropios de la experiencia, impropios porque le son ajenos: si todo aprendizaje se considera fingido por necesidad, entonces se hace imposible la experiencia.
Podría decirse que la cualidad de la película es la misma que la de su villano, el T‑1000: la ductilidad. Se adapta a cualquier concepto, apropiándose de todos ellos, pasando de un estado al siguiente con sencillez, aunque sin adoptar nunca formas complejas; tampoco puede, tampoco lo necesita: plasma problemáticas emocionales y políticas con cuatro trazos, mostrando una profundidad de perspectiva impensable, para el cine mainstream de gran presupuesto, en el ’91. Pues del amor siempre se habla desde la experiencia, experiencia que nace independiente de los prejuicios de negar toda posibilidad de ir más allá de los encorsetados límites de lo que se supone es. O debe ser.
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