Al acercarnos a “Velvet Goldmine”, película del minusvalorado Todd Haynes, tenemos una problemática muy clara: el protagonista de la historia no es el protagonista de los acontecimientos; hay una disociación entre la historia y lo que acontece. Ya que cuando Arthur Stuart, un Christian Bale en estado de (des)gracia, inicia la investigación de que ocurrió con Brian Slade y su alter ego, el bisexual Maxwell Demon, nos está contando la historia de Slade pero nos narra los acontecimientos de su propia vida. Por ello siempre corre paralelo a su propio contexto: mientras la historia hablaba del movimiento glam como algo mainstream, completamente asumido, los acontecimientos particulares estaban muy lejos de una asunción naturalizada de la ambigüedad sexual. El conflicto último de la película sería averiguar quienes son los protagonistas de un contexto homogéneo que, sin embargo, está tremendamente fragmentado y confrontado.
Es por ello que el trabajo de Haynes detrás de las cámaras es sublime a todos los niveles. La asunción de un estilo documental que de paso a continuados flashbacks permite una narración falsamente fragmentada, que alude ese caos del que intenta montar un puzzle histórico a través del contexto de los acontecimientos particulares. Pero no sólo en la sala de montaje se encontró con esa dimensión de bruma ontológica la película, ya que la propia imaginería que desata se circunscribe en estos círculos. Con una predilección por los colores fríos se nos muestra el mundo entre la niebla, como en una memoria de una realidad que quizás nunca fue exactamente así; la predilección por una estética de colores apagados, casi muertos, incluso cuando se da el uso de colores calientes, nos connota todo en una suerte de fantasmagoría; de recuerdo lejano del cual es imposible escapar. Por ello todo lo que rodea la película nos sumerge en un pasado adusto, profundo, no tanto por su antigüedad, que es cercano, como por su proximidad: el contexto histórico sigue siendo algo que no se puede observar y, en tanto se asumen a través de los acontecimientos particulares, todo se proyecta como la visión de lo acontecido no por sus protagonistas sino por sus propios narradores.
Pero si algo nos enseña la película es que el contexto personal como realidad histórica es algo esencialmente falso. Aunque Brian Slade ‑en el que puede ser uno de los mejores papeles de Jonathan Rhys Meyers- intente edificarse o, para ser más exactos, intenten edificarle como alma y espíritu de una época en realidad él no es más que la fantasmagoría de un deseo: el deseo de una liberización sexual que se le permite como rara avis. Entre tanto Arthur Stuart se ve condicionado por la opinión de la sociedad, de sus padres, que condenan sus extravagancias de sexo y género condenándole al ostracismo más absoluto. Porque, aunque el contexto social de Brian Slade fuera el de una liberación sexual (casi) absoluta el contexto socio-histórico continuaba en una represión atroz.
¿Y por qué Brian Slade estaba liberado más allá de toda posibilidad de liberación de la sociedad donde el mismo existía? Porque, en palabras de Deleuze, “no hay obra de arte que no haga un llamado a un pueblo que no existe todavía”; la obra de arte siempre debe ir más allá del concepto contextual de su sociedad contemporánea. Y Brian Slade está liberado de toda represión socio-sexual debido a que el mismo se edifica como obra de arte; porque la obra de arte última de Slade no es, ni mucho menos, su música, sino su propia existencia como artista. Por ello Stuart jamás pudo conocer la paz hasta décadas después, cuando la divergencia sexual se normalizo mínimamente, porque Slade en realidad hablaba sobre una sociedad del futuro que se encontraba en un germen incipiente en su propia música. Y es así como se edifica toda la película, como un rizoma socio-temporal donde siempre nos dirigimos de un futuro no-finalizado en la liberación de Slade hacia un pasado no-primigenio en la represión de Stuart, pero todo circunscrito a un presente que se define no como tiempo sino como espacio; como el campo de batalla de ambos extremos.
Y, ahora sí, podemos afirmar quien es el auténtico protagonista de Velvet Goldmine: Curt Wild. Siempre entre bambalinas, apenas si protagonista de apenas un puñado de minutos de la película, se encuentra como punto pivotante, como flujo divergente, que manipula y activa los deseos que deberán dar origen a la incipiente revolución futura. Él, Curt Wild, es el presente; el campo de batalla donde se sitúa la confrontación de los tiempos que jamás colisiona en la lucha en sí, sino que la inspira. Por eso es determinante su papel en la historia porque, sin él, tanto Slade como Stuart hubieran quedado ambos encerrados para siempre bajo la represión sexual de la historia. El zeitgeist de los tiempos se encuentra en un punto indeterminado de nuestro presente-pasado.
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