La muerte sólo es conocida en la comprensión. Apuntes sobre Der Erlkönig

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1.

Cuesta creer que cuan­do Goethe es­cri­bió Der Erlkönig, se­gu­ra­men­te mo­vi­do por el fuer­te im­pac­to que su­pu­so la tra­duc­ción del mi­to da­nés por par­te de Herder, no tu­vie­ra en men­te la idea de cris­ta­li­zar una cier­ta for­ma au­tén­ti­ca de te­rror: su fi­gu­ra­ción in­no­mi­na­da de la muer­te, el am­bien­te gó­ti­co, los do­ra­dos de­ta­lles de ex­tra­ñe­za que nos man­tie­nen en­tre lo oní­ri­co y lo real: na­da hay en el poe­ma que no sea un can­to ha­cia ese te­rror hoy clá­si­co que, aun cuan­do ya na­ci­do, aun no es­ta­ría pró­xi­mo de dar sus me­jo­res fru­tos —aun­que sus de­sa­rro­llos más lo­gra­dos ni si­quie­ra fue­ron en­tre sus fron­te­ras, ni en su idio­ma — . Su des­crip­ción me­tó­di­ca, que no por mí­ni­ma es me­nos de­ta­lla­da, se mues­tra co­mo el afi­la­do des­cri­bir cos­tum­bris­ta de una pe­sa­di­lla. Los des­es­truc­tu­ra­dos diá­lo­gos flu­yen li­bres en un en­ten­di­mien­to tá­ci­to en el cual se ob­via la exis­ten­cia de un lec­tor, de su en­ten­di­mien­to, pa­ra su­mer­gir­le en el pre­ci­so es­ta­do de con­fu­sión fe­bril en el cual no po­dría apos­tar na­da más que por la en­fer­me­dad del ni­ño; uno, ve ahí al rey de los el­fos — otro se lo con­fir­ma, ve ahí un árbol. 

Aunque el poe­ma si­gue cau­san­do una im­pre­sión bru­tal, co­mo un fuer­te pu­ñe­ta­zo en la bo­ca del es­tó­ma­go de nues­tra com­pren­sión, no tie­ne el mis­mo efec­to que pu­do te­ner con un pú­bli­co que aun des­co­no­cían que se es­tre­me­ce­rían con Edgar Allan Poe en la li­te­ra­tu­ra o con la Hammer en el ci­ne. Der Erlkönig po­dría con­si­de­rar­se co­mo lo más cer­cano al pri­mer cuen­to de te­rror gó­ti­co, de no ser por­que de he­cho es un poe­ma y no es la pri­me­ra obra de su gé­ne­ro; aho­ra bien, ¿qué im­por­ta la cro­no­lo­gía cuan­do esos otros cuen­tos no eran tan per­fec­tos co­mo és­te? Décadas pa­sa­ron has­ta en­con­trar al­go tan es­pe­luz­nan­te co­mo Der Erlkönig: no es el ori­gen, pe­ro es ori­gi­na­rio. Goethe jue­ga a imi­tar a Kafka, una vez que­da di­suel­to el tiempo. 

2.

Franz Schubert com­pon­dría Der Erlkönig con el poe­ma de Goethe en men­te, y qui­zás por ello el re­sul­ta­do es un pro­ce­so de te­ne­bris­mo im­pro­pio pa­ra él. El tré­mu­lo can­tar del piano se sos­tie­ne a tra­vés de su ale­gre ce­le­ri­dad, la cual pa­re­ce com­po­ner­se co­mo el tem­blor que se da en el diá­lo­go padre-hijo; la can­ción re­pli­ca las for­mas li­te­ra­rias a tra­vés de su mú­si­ca, bus­can­do a su vez una nue­va di­men­sión de ese te­rror: su be­lle­za in­me­dia­ta. Lo que con­si­gue Schubert no es tan­to im­preg­nar­nos de pu­ro te­rror co­mo, de he­cho, fas­ci­nar­nos por eso que hay ahí. La can­ción así se eri­ge co­mo una len­gua­raz des­crip­ción del ho­gar del rey de los el­fos, aquel que da nom­bre al poe­ma, en la cual los va­sos tin­ti­nean mien­tras sus hi­jas dan­zan cons­tan­tes en­tre ape­ti­to­sos pla­tos cho­can­do con­tra va­sos re­bo­san­tes de ig­no­tos lí­qui­dos; aquí no hay tan­to pre­ten­sión de ate­rrar, de su­bli­mar un sen­ti­mien­to de con­fu­sión que aca­ba en un gi­ro úl­ti­mo des­cu­brién­do­nos lo es­pe­luz­nan­te ocul­to tras lo co­ti­diano, co­mo el he­cho mis­mo de des­cri­bir aque­llo que ya ha si­do des­ve­la­do. No hay te­mor, por­que ya se es­tá de fac­to en me­dio del temor.

Lo in­tere­san­te de la obra de Schubert es que, en tan­to de­ri­va­ti­va, se si­túa en una po­si­ción com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te de la de Goethe y, por lo tan­to, su pers­pec­ti­va cam­bia; don­de uno se si­túa en me­dio del te­rror, ha­bien­do co­no­ci­do ya aque­llo que le re­sul­ta­ba ajeno, el otro se si­túa en to­do mo­men­to co­mo ale­ja­do del co­no­ci­mien­to de al­go des­co­no­ci­do; don­de Goethe aca­ba su poe­ma, es don­de Schubert co­mien­za su can­ción. Donde Goethe tan­tea, se apro­xi­ma ha­cia ese des­cu­brir el te­rror, Schubert se de­di­ca a des­cri­bir que hay en me­dio del te­rror, que ocu­rre cuan­do se es­tá ro­dea­do de for­ma com­ple­ta de él. Y de ahí sa­le una be­lle­za sombría. 

3.

En el ca­so de Kazuto Nakazawa con su cor­to­me­tra­je, ki­ge­ki, exis­te un ale­ja­mien­to ab­so­lu­to de to­dos los re­fe­ren­tes: in­clu­so aun cuan­do par­te de Schubert, has­ta de él eli­ge man­te­ner una cier­ta dis­tan­cia a par­tir del cual pen­sar el mi­to del rey el­fo —y lo ha­ce por­que la mú­si­ca del cor­to no es Der Erlkönig, si no Ave Maria—. Es por eso que el cor­to nos ha­bla de la his­to­ria de una ni­ña que in­ten­ta pro­te­ger su pue­blo de un ata­que mi­li­tar, pa­ra lo cual va en bus­ca de El Espadachin en El bos­que ne­gro — Nakazawa le de­vuel­ve una cier­ta di­men­sión mi­to­ló­gi­ca al re­la­to cuan­do le im­pri­me una se­rie de ca­rac­te­rís­ti­cas pro­pias del cuen­to —lo cual, de nue­vo, le apro­xi­ma al mun­do ale­mán vía Grimm— pe­ro, a su vez, lo si­túa en una di­men­sión dis­cur­si­va di­fe­ren­te. Aquí no hay nin­gu­na cla­se de glo­ri­fi­ca­ción de la muer­te o de bús­que­da de te­rror, sino que se pre­ten­de de­mos­trar una cier­ta en­se­ñan­za al res­pec­to del mun­do. Ya no hay una ne­ce­si­dad de ex­pre­sar una sen­ti­men­ta­li­dad arro­ja­da, co­mo era pro­pio del ro­man­ti­cis­mo ale­mán, sino que aquí se es­con­de la pre­ten­sión de que ger­mi­ne al­gu­na cla­se de enseñanza.

La ni­ña acu­dien­do so­la al bos­que, el hom­bre ta­ci­turno del cual se ha­bla en for­ma de le­yen­da y sus ex­tra­ñas con­di­cio­nes de ayu­da re­mi­ten a una con­di­ción de des­ve­la­mien­to del mun­do. Desde el mis­mo ins­tan­te que la ni­ña sa­be cual es el li­bro exac­to que de­be lle­va­re pa­ra que és­te acep­te la ta­rea, ya que el pa­go que exi­ge pa­ra ac­tuar co­mo mer­ce­na­rio es so­la­men­te una cla­se muy es­pe­cí­fi­co de li­bros que nun­ca di­ce cua­les son, en­tra­mos no tan­to en el mun­do de la fan­ta­sía co­mo el de la re­ve­la­ción: sa­be cual es el li­bro exac­to por­que es­tá pró­xi­ma a la muer­te, al es­pa­da­chín, al rey el­fo. Ésta, en tan­to ni­ña, no es que se si­túe en me­dio de la muer­te co­mo se si­tua­ba Schubert pa­ra com­po­ner, sino que se si­túa más allá de en me­dio de la muer­te. O, lo que es lo mis­mo, en la ni­ña no hay cons­cien­cia de que ha­ya nin­gu­na cla­se de se­pa­ra­ción en­tre lo mí­ti­co y lo real, en­tre la vi­da y la muer­te, por lo cual su re­la­ción con lo que nos pa­re­ce que es­tá ne­ce­sa­ria­men­te más allá del en­ten­di­mien­to es siem­pre na­tu­ral, por­que ella aun es­tá pri­va­da de la se­pa­ra­ción que ejer­ce con el mun­do in­me­dia­to la com­pren­sión. Está más allá de la muerte.

Es des­de ahí, des­de la in­com­pren­sión de la muer­te más allá des­de su con­cien­cia pu­ra­men­te mí­ti­ca sin se­pa­ra­ción con res­pec­to de lo real, des­de don­de Nakazawa co­nec­ta de for­ma pro­fun­da con Goethe: el ni­ño no de­li­ra, sino que pre­sen­cia lo úni­co que le es pró­xi­mo. La muer­te le es ab­so­lu­ta­men­te aje­na, por eso vol­ver con el rey el­fo, vol­ver con la na­tu­ra­le­za, es lo úni­co que le re­sul­ta na­tu­ral. Si ese ir en bus­ca del rey el­fo sig­ni­fi­ca pe­dir­le un fa­vor que es oí­do (ir a la muer­te pa­ra ser arras­tra­do a la vi­da) o que nos pi­da un fa­vor que es desoí­do (ir a la vi­da pa­ra ser arras­tra­do a la muer­te) só­lo de­pen­de­rá del ni­ño que eli­ja con­tar la his­to­ria. El ni­ño Goethe, el ni­ño Schubert o el ni­ño Nakazawa.

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