Lo ficticio es la posibilidad en lo real de la hostia metaficticia

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JCVD, de Mabrouk El Mechri

Si hay al­go de lo que gus­ta jac­tar­nos de un mo­do más o me­nos ro­tun­do es del he­cho de te­ner cons­tan­cia de que el ci­ne, la te­le­vi­sión o cual­quier otro me­dio au­dio­vi­sual es, esen­cial­men­te, una fic­ción no-real que no ca­rac­te­ri­za en ab­so­lu­to la reali­dad que nos pre­sen­ta. Ahora bien, aun­que al in­di­vi­duo me­dio gus­te de apli­car esa se­pa­ra­ción realidad/ficción ‑co­mo sí, de he­cho, la fic­ción no fue­ra par­te con­sus­tan­cial de la realidad- no le re­sul­ta na­da di­fi­cil ni anti-natural creer co­mo real, co­mo ale­ja­do de to­da fic­ción, to­do aque­llo que se le pre­sen­te ve­rí­di­ca­men­te en tan­to tal; aun­que el es­pec­ta­dor me­dio co­no­ce las di­fe­ren­cias en­tre fic­ción y me­ta­fic­ción, so­bren­tien­de que és­te se­gun­do es un ám­bi­to de reali­dad ‑que es on­to­ló­gi­ca­men­te su­pe­rior que la fic­ción, que es más real que lo ficticio- a tra­vés del cual iro­ni­zar con la fic­ción: la reali­dad es la con­tra­ria. Si la gen­te es ca­paz de creer­se un es­per­pen­to co­mo Gran Hermano co­mo un he­cho sin­gu­lar­men­te ori­gi­nal, co­mo fác­ti­ca­men­te real, sin cues­tio­nar su con­di­ción de fic­ción en tan­to me­ta­te­le­vi­sión, ¿por qué de­be­rían dis­tin­guir con ma­yor ri­gor en­tre lo fic­ti­cio y lo metaficticio?

Si el ca­so de JCVD nos re­sul­ta par­ti­cu­lar­men­te sin­gu­lar a és­te res­pec­to es por dos he­chos sus­tan­cia­les: jue­ga cons­tan­te­men­te con la in­di­fe­ren­cia­ción de la fi­gu­ra real/ficticia de Jean-Claude Van Damme ‑el cual, de pa­so, da nom­bre a la película- y la crí­ti­ca al res­pec­to de la pe­lí­cu­la se mos­tró in­sis­ten­te en no di­fe­ren­ciar la di­fe­ren­cia en­tra ficción/texto y metaficción/metatexto con res­pec­to de la fi­gu­ra de Van Damme en sí mis­ma. ¿Por qué? Porque en am­bos ca­sos to­do el mun­do cae ba­jo el mis­mo error equi­vo­ca­do, de que sus con­cep­cio­nes erró­neas so­bre qué de­be ser Jean-Claude Van Damme de­ben cum­plir­se ne­ce­sa­ria­men­te en el mun­do cuan­do no son más que con­clu­sio­nes sa­ca­das al res­pec­to de una fic­ción que se nos pre­sen­ta co­mo real.

Metareseña.

La pe­lí­cu­la abre ya con to­da una de­cla­ra­ción de in­ten­cio­nes cuan­do nos en­con­tra­mos con JCVD ves­ti­do de sol­da­do en­tre ex­plo­sio­nes y ti­ros aca­ban­do de for­ma me­tó­di­ca y bru­tal con una se­rie de enemi­gos has­ta que el pi­de que cor­ten, mo­les­tan­do al di­rec­tor. Su agen­te in­ten­ta ra­zo­nar con él que es di­fi­cil que con­si­ga bue­nos pa­pa­les a par­tir de aho­ra, es una vie­ja es­tre­lla de ac­ción que se ha he­cho vie­ja, un hom­bre que se ga­nó la vi­da con sus tre­men­das hos­tias co­mo pa­nes pe­ro que hoy ya no es ca­paz de se­guir el rit­mo de an­ta­ño. ¿Qué tal pa­sar unas pe­que­ña va­ca­cio­nes en Bruselas pa­ra des­co­nec­tar de to­do? Allí to­dos le per­si­guen, es un hé­roe na­cio­nal, to­dos quie­ren fo­tos con Van Damme cuan­do él só­lo quie­re lle­gar al ban­co pa­ra ha­cer los trá­mi­tes que ne­ce­si­ta ha­cer. O al me­nos eso pre­ten­día has­ta que se ve en me­dio del atra­co a un ban­co. Y los atra­ca­do­res lo usan co­mo por­ta­voz. Y la po­li­cía cree que el ban­co lo es­tá atra­can­do él ‑con el ri­dícu­lo te­rror que eso pro­du­ce, ¡el gran Van Damme, ese mal­di­to mons­truo ani­qui­la hom­bres, es­tá atra­can­do un banco!

Aunque to­da la gen­te es cons­cien­te que lo de Van Damme son só­lo pa­pe­les en pe­lí­cu­las, que él en reali­dad no ha li­qui­da­do a los hom­bres que ha ma­ta­do en sus pe­lí­cu­las, en su con­cep­ción el es igual­men­te la re­pre­sen­ta­ción de un hé­roe bru­tal que con­fron­ta to­do pe­li­gro que an­te él se en­cuen­tre. Es por ello que de for­ma ro­tun­da lo úni­co que es­pe­ran de él son dos co­sas: que sea el hé­roe de la his­to­ria o que sea el vi­llano. Es por ello que él se en­con­tra­rá en un te­rreno hos­til don­de to­dos in­ten­ta­rán pro­fu­sa­men­te que se com­por­te co­mo es­pe­ran que lo ha­ga ‑de una for­ma he­roi­ca, gol­pean­do de for­ma bru­tal a sus enemi­gos; de una for­ma vi­lla­nes­ca, li­qui­dan­do sin pie­dad a los rehe­nes pa­ra con­se­guir lo que quiere- cuan­do él lo úni­co que de­sea es con­se­guir el di­ne­ro pa­ra po­der pa­gar al abo­ga­do que lle­va la de­man­da por la cus­to­dia de su hi­jo; mien­tras la gen­te glo­ri­fi­ca su fi­gu­ra con­vir­tién­do­lo en una en­ti­dad mi­to­ló­gi­ca él, sus de­seos, de­vie­nen ha­cia una mun­da­ni­dad que lo nor­ma­li­zan co­mo una per­so­na real. Indistinguen lo fic­ti­cio (lo mi­to­ló­gi­co) de lo real (la per­so­na en sí).

¿Por qué ocu­rre es­to? Todos los im­pli­ca­dos en­tien­den que to­do lo fic­ti­cio tie­ne dos ni­ve­les: lo real y lo ima­gi­na­rio; lo real es aque­llo que de he­cho ocu­rre en tan­to tal en la reali­dad (Van Damme es una má­qui­na de ma­tar en po­ten­cia) mien­tras que lo ima­gi­na­rio aque­llo que ocu­rre en tan­to tal só­lo en la fic­ción (Van Damme es una má­qui­na de ma­tar de fac­to). El pro­ble­ma es que si ha­ce­mos ca­so a es­ta se­pa­ra­ción de­be­mos su­po­ner en­ton­ces que lo fic­ti­cio só­lo lo es en tan­to no se ha cum­pli­do lo real, por lo cual la se­pa­ra­ción realidad-ficción se vuel­ve un ab­sur­do ba­sa­do en la no-demostración de que eso ha acon­te­ci­do en tan­to tal. Para el es­pec­ta­dor co­mún las pe­lí­cu­las no son reales por­que no ocu­rren de ver­dad, pe­ro po­drían ocu­rrir de ver­dad en tan­to sus con­di­cio­nes de fac­ti­bi­li­dad, de cum­plir­se en la reali­dad, po­drían dar­se de igual mo­do sin que va­ria­ra na­da en ellos en tan­to sus agen­tes im­pli­ca­dos son los mis­mos. ¿Pero aca­so Van Damme es el mis­mo en la fic­ción que en la reali­dad? No. Van Damme en la fic­ción es un ar­que­ti­po, una en­ti­dad mi­to­ló­gi­ca, un ser de otra reali­dad en sí mis­ma, mien­tras que en la reali­dad es un hom­bre com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te de aquel que re­pre­sen­ta en la reali­dad de la ficción.

Pero el ma­yor lo­gro de JCVD es la de­mos­tra­ción del pro­pio ac­tor bel­ga de que él es eso, un ac­tor, con to­das las le­tras. El que has­ta hoy creía­mos que só­lo era un hom­bre de hos­tias, un in­di­vi­duo ca­paz de par­tir to­das las ca­ras del mun­do pe­ro no de ex­pre­sar un só­lo sen­ti­mien­to en su fi­gu­ra nos ca­lla la bo­ca de­mos­trán­do­nos que es un ac­tor in­fra­va­lo­ra­do. De es­ta re­su­rrec­ción del ac­tor, si­mi­lar a la que ten­dría John Travolta en Pulp Fiction, po­de­mos es­pe­rar una vuel­ta de JCVD a lo más al­to de la glo­ria ci­né­fi­la, aho­ra sí, con­ver­ti­do en un ac­tor de verdad.

Ahora bien, si los pro­pios per­so­na­jes den­tro de la pe­lí­cu­la eran in­ca­pa­ces de en­ten­der la di­fe­ren­cia en­tre personaje-persona aque­llos que es­ta­ban de­lan­te de la pan­ta­lla tam­po­co lo fue­ron. El co­men­ta­rio más re­sal­ta­do en (ca­si) to­da crí­ti­ca fue el he­cho de que Van Damme hi­cie­ra una por­ten­to­sa de­cla­ra­ción huis clos en la cual des­cri­bie­ra una ca­rre­ra de do­lor y pa­de­ci­mien­tos que aca­ba­ría con el bel­ga llo­ran­do a lá­gri­ma vi­va. Aquí, le­jos de ver una in­ter­pre­ta­ción ac­to­ral que siem­pre ha es­ta­do en el ac­tor, in­ter­pre­ta­ron la ma­yo­ría de crí­ti­cos ‑o, pa­ra ser más exac­tos, reseñistas- un abrir­se por par­te de Van Damme a tra­vés del cual de­jo sa­lir su ver­da­de­ro áni­mo, co­mo un arre­pen­ti­mien­to sú­bi­to por to­do aque­llo que ha­bía he­cho con an­te­rio­ri­dad. De es­te mo­do, lo que vio la ma­yo­ría de la gen­te al ver llo­rar a Van Damme, fue a un hom­bre abrien­do sus sen­ti­mien­tos reales ca­rac­te­ri­za­do en una me­ta­fic­ción que, en reali­dad, no de­ja­ba de ser la reali­dad ca­rac­te­ri­za­da a tra­vés de una fic­ción que se nos pre­sen­ta co­mo más real que la reali­dad, por­que de he­cho él nun­ca po­dría ha­cer esa con­fe­sión en la reali­dad en sí. Esto es una in­men­sa chorrada.

Cuando Van Damme llo­ra, es­tá in­ter­pre­tan­do un per­so­na­je y, por ex­ten­sión, es­tá ha­blan­do a tra­vés de los sen­ti­mien­tos de una en­ti­dad mi­to­ló­gi­ca, un ar­que­ti­po, el hé­roe de­rro­ta­do. Y pa­ra po­der dar cre­di­bi­li­dad al ar­que­ti­po a prio­ri se eli­gió a Van Damme en tan­to ca­rác­ter de ar­que­ti­po de el hé­roe pa­ra que los es­pec­ta­do­res hi­cie­ran una aso­cia­ción pro­gre­si­va en­tre las fi­gu­ras sin per­ca­tar­se de que, en úl­ti­mo tér­mino, se es­ta­ba ha­cien­do un do­ble jue­go no en­tre la iden­ti­dad real-ficticia sino en­tre iden­ti­da­des ficticia-ficticia; en la pe­lí­cu­la no es­tá con­fe­san­do su fra­ca­so Van Damme, lo es­tá ha­cien­do to­dos los Héroes de Acción (co­mo en­ti­da­des mi­to­ló­gi­cas, eté­reas, fic­ti­cias) que se nos mues­tran aquí de­rro­ta­dos en su in­ca­pa­ci­dad de tras­cen­der la so­be­ra­nía del ser real en sí mis­mo. Pues los hé­roes de ac­ción exis­ten, pe­ro só­lo en su reali­dad fílmica.

¿A don­de pre­ten­do lle­gar con es­to? Al úni­co y pre­ci­so he­cho de que Jean-Claude Van Damme en la pe­lí­cu­la no es uno, sino tres: Jean-Claude Van Damme (Entidad real), El Héroe (Entidad fic­ti­cia) y JCVD/El Héroe Derrotado (Entidad me­ta­fic­ti­cia). La di­fe­ren­cia aquí es que ca­da uno exis­te en un ni­vel di­fe­ren­te de reali­dad, pues la reali­dad es un ni­vel que re­fe­ren­cia a la fic­cio­nal y la me­ta­fic­cio­nal del mis­mo mo­do que es­ta se re­mi­te a la fic­cio­nal en tan­to mi­to­ló­gi­ca, ya que ca­da una de las reali­da­des re­mi­te a sus fic­cio­nes co­mo mi­to­lo­gías que cons­tru­yen ar­que­ti­pos idea­les que per­mi­ten pen­sar par­tes os­cu­ras de la reali­dad en sí. Por eso en la pe­lí­cu­la co­mien­za ha­blán­do­nos de El Héroe que re­sul­ta en la his­to­ria de JCVD/El Héroe Derrotado que los es­pec­ta­do­res aso­cian a su vez con Jean-Claude Van Damme de un mo­do es­pu­rio, pues su in­fluen­cia es só­lo la de car­gar de sig­ni­fi­ca­ción esa re­la­ción que es­tá ahí de fac­to en un plano de su­pra­rrea­li­dad pe­ro no en la reali­dad en tan­to tal; Jean-Claude Van Damme no es JCVD, aun­que el he­cho de que él lo in­ter­pre­te lo do­te de la po­si­bi­li­dad fac­ti­ble de que fue­ra él y la con­fu­sión se da por­que el es­pec­ta­dor me­dio cree que Jean-Claude Van Damme es El Héroe, y no lo es. Toda fic­ción es los mim­bres de la fac­ti­bi­li­dad, de lo que po­dría ser pe­ro no es, den­tro de los cá­no­nes de to­do aque­llo que se nos pre­sen­ta co­mo real.

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