Tendemos a olvidar con facilidad lo sintomático de las palabras. La elección de una palabra sobre otra, incluso cuando hablamos de sinónimos —o por ser paradigma de la diferencia aquello que nos es más próximo, especialmente los sinónimos — , suele parecer un asunto trivial que tiene poca importancia más allá de un nivel, digamos, obsesivo-gramatical. No es así en absoluto. Cuando nosotros referimos que una determinada persona es «repulsiva» estamos declarando cómo nos resulta desagradable, incluso hasta llegar al ámbito físico, cuando se nos presenta ante nuestra presencia; si decimos que esa misma persona es «horrible», nos sitúamos en medio de la experiencia del miedo: su forma es tan disonante con lo armónico, que nos provoca pavor. Ambos son dimensiones de la disarmonía, pero desde dos fuerzas aspectuales diferentes: el asco y el terror.
¿Podemos decir que las entrevistas breves de David Foster Wallace son con hombres repulsivos? Aunque de hecho podríamos decirlo sin que fuera absolutamente equívoco —ya que aunque Wallace los denomine como hideous, repulsivo es un sinónimo válido, e incluso ingenioso, para su traducción — , nos suscita un problema determinante que, a su vez, determina su lectura: los hombres que nos presenta son horribles, terroríficos, tenebrosos incluso, pero no repulsivos: aunque se muestran inequívocamente duchos en los campos de la repulsión, de la repugnancia, de la nausea interior que se articula como exterior por sus efectos, nunca —o casi nunca, pues podríamos hablar de algunas excepciones que, en cualquier caso no hacen, o no deberían hacer, regla— se encomiendan al campo de lo inmundo. Si bien hablan de violencia y se articulan desde la misma, se regodean en los detalles o parecen existir a partir de ellos, en ningún caso podríamos decir que de hecho producen un cierto sentimiento quintaesencial que se presenta siempre, y de forma inevitable, ante la repulsión: no producen asco. Y no lo producen porque carecen de ella.
Son sin embargo horribles, como ya hemos dicho, no sólo por una cuestión de pura etimología lingüística, aunque también, sino por las connotaciones particulares de sus actos; la recursividad de sus pensamientos, la búsqueda del sentido en diferentes niveles de existencia del pensamiento o la necesidad nuestra de buscarlos es lo que articulan sus discursos: son hombres horrorosos porque nos hacen salir de nuestra zona de comodidad, nos arrojan en medio de la noche cuya existencia preferiríamos olvidar. Cuando nos hablan sobre engaños, violaciones o experiencias místicas no existe ni pretensión ni resultado de un asco evidente en nosotros. Lo que consiguen con cada uno de sus actos es, aunque nos asqueemos, que bien es posible, producirnos un cierto estado de estupefacción terrorífica al descubrir como la realidad que pretendíamos absolutamente estable, indómita y perfecta, se desmorona como un frágil castillo de naipes sublevado por las expectativas; cada una de las conversaciones que articula Wallace son como un enorme chiste sin golpe final, sin risa ni salvación posible de la cordura —por eso, incluso ante el más turbador de los relatos, no nos será difícil descubrirnos riendo con una risa floja, semi-histérica, sin saber muy bien como reaccionar: esa es una, de muchas, actitud(es) connatural(es) al terror — .
¿Cómo desmorona nuestras expectativas? Haciéndonos confrontar nuestros prejuicios al presentar, en un mecanismo efectivo como subtexto de toda conversación, un acto que generalmente consideraríamos repulsivo proyectado en una doble dirección: siempre se nos presenta desde lo repulsivo hacia lo inesperado. Un ejemplo sería la conversación que cimienta la experiencia de un hombre narrándonos el caso de violación de una muchacha (lo repulsivo) que, lejos de acabar traumatizada con la experiencia (transita), se reconoció en el sufrimiento de su violador en una experiencia mística (hacia lo inesperado); lo repulsivo, lo que podría habernos producido un cierto asco, se ve convertido en puro terror cuando sobrepasa las fronteras de lo que podríamos considerar lógico. Cuando creíamos estar bien anclados en lo conocido, Wallace nos sitúa en el vacío. Ya no queda ni suelo, ni paredes, ni techo de las expectativas.
Nos sitúa en medio de la nada porque oblitera lo que considerábamos lógico, o nos demuestra más bien que nunca hemos tenido un suelo más allá del lógico prejuicio de tener un suelo sobre el cual cimentar nuestros pasos. Por eso no hay sitio para la repulsión, porque lo que sentimos es el pánico ante el descubrir no sólo que el rey está desnudo, sino que sus cortesanos siempre han llevado horcas en sus manos. Son hombres horrorosos, o terroríficos, porque nos sitúan en el punto exacto en el cual se desmorona todo aquello que creíamos sólido; ante la nada, el terror.
Sería injusto decir que son hombres repulsivos cuando no nos producen repulsa o, en el caso de que si nos la produzcan, será por el hecho de mostrarnos aquello que nosotros evitamos ver. He ahí que la singularidad de su conjunto es que se muestra como un polihédrico marasmo de (auto-)referencias y asesinato de dogmas de fe, más o menos implícitos, dentro del pensamiento occidental: (la inviolabilidad de) la masculinidad, la racionalidad, las relaciones sentimentales, la experiencia del Yo o la percepción normativa. Por eso el asco que se puede sentir leyéndolo no es porque los hombres que nos cuentan sean repulsivos, sino porque su visión del mundo nos ha desestabilizado hasta el punto de producirnos nauseas: no es lo mismo sentirse nauseado por lo enfermizo del otro que por descubrirse enfermado en el otro. O no debería serlo.
Pero también se puede explicar por qué, intencionalmente, decide omitir lo que dicen los interlocutores de estos hombres repulsivos/terroríficos: lo que dicen es una proyección del propio vacío que nosotros aportamos al conjunto. Nuestras delirantes preguntas auto-satisfactorias, los lugares comunes que defenderíamos ante lo expuesto, son intercambiables entre unos y otros. ¿Para qué escribir insulsas, si es que no inútiles, lineas de conversación que el lector, gustosamente, conocerá de sobra como para entenderlas de facto en tanto conozca la respuesta? Para eso, mejor es el quebradizo silencio: el del papel y el del hombre enmudecido por la obviedad — el rey no sólo estaba desnudo, también era mudo.
No es justo sentir asco por quien nos curó la ceguera, incluso cuando la cura resultó ser el pagar la existencia con enfermedad.
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