Ravedeath, 1972, de Tim Hecker
Un primer acercamiento hacia la obra de Tim Hecker, uno extremadamente precipitado, nos podría llevar a hacer una concatenación de juicios extremadamente injustos con un genio de su nivel. Así, desde esta cierta precipitación, se le podría acusar de hacer un ambient repetitivo, poco imaginativo y, lo que es peor, carente de significación, discurso o construcción paisajística a través de su sonido; a fin de cuentas, se podría acusar erróneamente a Tim Hecker de ser un vendedor de humo. Esta visión nos plantea el problema exacto donde debemos situarnos para poder catar la obra ‑desde una perspectiva conceptual, por supuesto, pero también metodológica-técnica; de como escucharla- precisamente por ser un reverso constante de la realidad de la obra, pues el acercamiento tan errado que da la vuelta hasta hacer su oposición es tan positivo para su interpretación como la más certera de las visiones. Si es que, al final no son lo mismo.
¿Por qué es equivocada entonces esta interpretación? Porque parte de una escucha necesitarista de los géneros; afirma que un género ‑en este caso, el ambient- es necesariamente de un modo específico y no de otro. Por supuesto esta necesidad no habla de una necesidad creada, ni de una necesidad cambiante, sino que habla de una necesidad radical: será de un modo específico o no será en absoluto. Esto nos ha llevado en infinidad de géneros hacia discursos por parte de la crítica totalmente trasnochados ‑el más reciente y absurdo, el del post-dubstep que no cambia en sí nada con respecto de su género madre- donde un purismo mal entendido nos lleva hacia callejones sin salida. Es precisamente aquí donde Tim Hecker entra en juego ya que no sólo es un objeto pasivo, receptor de contingencias ontológicas, sino que también es un objeto agente, creador de tales contingencias; no sólo recibe condiciones del ambient, objeto exclusivamente agente según estos críticos, de como debe ser su música sino que a través de su música condiciona como debe redefinirse el género en sí.
Puestos en esta situación, la palabra la tendría Hecker el cual no dudaría en apuntar a bulto contra aquellos que le han criticado: en la contemporaneidad no se sabe escuchar música. No sólo por la necesitarización de actividades exclusivamente contingentes en tanto edificaciones humanas (los géneros musicales) sino por la relación instrumental actual de la gente con la música; casi nadie escucha música en las circunstancias ambientales adecuadas. Ravedeath, 1972 fue grabado en un sólo día en el seno de una pequeña iglesia en Islandia, dejando que la improvisación entrara como por ósmosis en cada uno de los elementos de la composición. La distorsión radical de las sempiterna guitarra de Hecker y un uso ad nauseam de un órgano de iglesia proporciona el tono exacto de una de las aristas más problemáticas del problema: la confrontación entre lo analógico y lo digital; la lucha entre dos consideraciones paradigmáticas para con respecto de la música.
Aunque un primer acercamiento pretendería hacer pensar que Hecker hace una defensa de lo analógico contra lo digital esto perdería todo sentido con una sencilla escucha, pues lo digital está presente siempre como constructor de lo analógico. Destruida esta noción de posibilidad, ¿cual sería la auténtica noción crítica que desarrolla Hecker en el disco? Para eso, hagamos historia de su portada.
En la foto se ve a un grupo de estudiantes del MIT que han subido un piano al tejado para luego lanzarlo contra el suelo. Es 1972; se ha originado una tradición. Una primera, y de nuevo desacertada, visión del asunto podría ser como se ha eliminado toda noción de respecto hacia la música analógica, pura, en favor de perversiones digitales. Esto no tiene sentido desde que es el propio Hecker el que alaba sistemáticamente estas nociones digitales en su uso no precisamente marginal. ¿Cual sería una visión más correcta con respecto de la historia de la portada? La confrontación del hombre contra lo teóricamente imposible. Si al común de los mortales le preguntáramos si es posible subir un piano a lo alto de un edificio nos diría que no, que si no podemos subirlo por las escaleras sería un imposible. Sin embargo la técnica, los usos instrumentales de las herramientas, permiten una relación polar entre el objeto intelectual, el objeto instrumental y el objeto físico: con un juego de poleas podemos subir un piano hasta el tejado de un edificio; en último término no hay un desprecio hacia la técnica digital, si no una constante vanagloria de la técnica en sí.
¿Qué tiene que ver esto con la música? Quizás no se vea a priori, pero la relación es perfectamente perceptible: se ha eliminado una relación contingente-instrumental con la música en favor de una relación necesaria-ambiental o, lo que es lo mismo, se ha pasado desde una veneración de la música como una forma de arte construido hasta la conformación de la música como algo que está ahí como telón de fondo. La crítica de Hecker, que al final todo confluye en este aspecto, se sostiene precisamente en como sólo se escucha música de refilón, sin prestarle la atención necesaria para poder descifrarla, pero siempre manteniendo una actitud dogmática, naturalizada, a su respecto. La música debe ser así y no de otra manera, dicen reseñistas que oyen los discos en sus iPods mientras, los músicos como Tim Hecker, ven como la idea de la música auténtica, del arte que tiene una verdadera noción de sí, se deshace lentamente. Eso es Ravedeath, 1972, la nostalgia de un momento donde el arte no podría ser reducido a la condición del hilo musical de la segunda naturaleza del hombre.
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