Intemperie, de Jesús Carrasco
Si bien la literatura suele ser la investigación de los opresivos interiores de la existencia humana, no es raro que esta se proyecte a través de la visión de su particular antítesis: las infinitas exterioridades del mundo. Es por eso que el desierto, el océano, la selva, se nos presentan como los lugares idóneos para plasmar negro sobre blanco lo más profundo e incorrupto de la existencia humana. Los personajes enfrentados contra la adusta realidad externa que les obliga a replegarse sobre sí mismos les lleva más allá de toda realidad conocida, haciendo del auto-conocimiento su único motor a través del cual poder atravesar las inclemencias de un universo desconsiderado; nada queda fuera del exterior, porque éste es desmedido.
Aunque Intemperie podría resumirse en el párrafo anterior, acabando la crítica en ese primer punto final que no es tal por primero, el problema es que la correctísima novela de Jesús Carrasco padece de aquello por lo cual se elogia: es correctísima. No sobra un punto o una coma, ni hay una sola mal puesta, además de desarrollar una historia (a)temporal que parece haber resucitado el antiguo espíritu costumbrista de las narraciones españoles del XIX y principios del XX; es correctísima. El problema de la corrección, de la corrección absoluta, es que si bien está bien para que la Real Academia de la Lengua se vanagloria del pulido estilo desarrollado en su uso del español —o, para ser más exactos, sus exegetas ocultos entre crítica y el público — , no hace más que demostrar la rémora propia de ciertos literatos. No hay estilo. Es tan correcto, tan hipercorrecto en su buscado uso de arcaísmos que doten de verosimilitud pasada al texto, que cualquier pretensión literaria queda sepultada por la necesidad de narrar una historia de la forma más clara y sencilla posible; pero la literatura, no trata sobre la claridad.
Un buen escritor es aquel que, después de conseguir ser absolutamente correcto en su dominio del idioma, además conseguir ir más allá. El estilo sería aquello que se obtiene sólo en tanto, una vez conocida a la perfección toda la reglística que rige un determinado arte, en la consciente violación de las normas de corrección se consigue una forma personal y perfeccionada de ese mismo arte —lo cual además tiene consecuencias inmediatas evidentes, como el hecho de que la transgresión realizada a través del desconocimiento de las formas artísticas sólo puede triunfar como impostura o como pastiche — ; el auténtico artista es aquel que consigue crear su propio estilo violando las normas vigentes de su arte. Es por eso que la precisa corrección de Carrasco es agradable y hace de él un escritor correcto, pero para escribir bien hay que transgredir la corrección.
¿Qué hay entonces de Intemperie que merezca una atención mayor que el primer párrafo? La demostración empírica del triunfo del estilo sobre la sustancia: es posible escribir un libro genial con una mala anécdota, pero no es posible escribirlo con un mal estilo; un estilo correcto que acompaña una buena historia, como es el caso de Carrasco, puede ser una lectura agradable, incluso correcta, pero jamás llegará a ser una gran lectura: la calidad del estilo determina siempre la calidad de la obra, siempre y cuando el estilo se adecue a la sustancia: el estilo debe narrarnos lo que ocurre en la sustancia. Ni el mejor argumento del mundo vale nada si no le acompaña un gran estilo que lo vivifique.
Es por eso que su corrección es digna de elogio, pero debería haber sido sólo un primer paso. Teniendo una buena historia, en vez de buscar un estilo que se adecuara de forma excelente con la historia, buscó un estilo que fuera lo más correcto posible con respecto de la historia: arcaísmos, conversaciones secas, frases breves; un español de corrección nauseante. El problema es que el desierto donde viven sus personajes no es correcto. El desierto, la pura exterioridad, es el excesivo lugar donde fluyen con fruición las más fuertes pasiones que se construyen en la sistemática erosión de todo en cuantas ella habita; quien no es consumido por el sol y las arenas es porque sabe fluir de forma natural o quien se adapta a la mínima acción propiciada por el clima: los primeros, construyen imperios haciendo de la debilidad su fortaleza; los segundos, sobreviven subsistiendo en una naturaleza que apenas sí se hace mundo. Por eso la frase breve y lacerante es correcta, suena como deberían hablar las gentes sencillas de pueblos crueles, pero jamás alcanza la genialidad latente en ella: no experimentamos en ella su brutalidad, sólo la descripción de su brutalidad.
Y sin embargo, la crítica nos vendió otra cosa. Como si de Moby Dick se tratara, en las zarpas de la crítica ortodoxa lo que no pasa de ser una novela correcta —y como si de hecho esto fuera poco decir— a ser la gran salvación de las letras hispanas: es triste pensar que todo tiempo pasado fue mejor, pero más triste aun es confundir el parecido pasado con la gloria. De este modo Jesús Carrasco nos enseñó de nuevo que el emperador está desnudo y está encantado de estarlo, pues nada le importa más que demostrar cuan brillantes son sus ropajes donde algunos no vemos más que sus grasosos carnes ya indistinguibles de su oxidado trono dorado — mientras, los lectores, se maravillan junto a los adláteres de los bellos ropajes que exhibe su amado emperador, haciendo bueno aquellas palabras de Hesiodo: ¡pastores del campo, triste oprobio, vientre tan sólo!.
Interesa pararse en Intemperie, en su corrección extrema, porque nos demuestra hasta que punto hay algo mal en el mundo cuando se confunde la corrección mínima exigida a cualquier literato con la más profunda de las genialidades literarias. Jesús Carrasco ha escrito un buen best-seller, pero una correcta novela. Por eso la crítica debería afilar armas y defender la necesidad de ir más allá de la corrección, de buscar un gran estilo personal, que hoy, como siempre, tanto se descuida, con la diferencia de que los que ayer eran un ejemplo de defensa de la verdad y la virtud del arte se han ido convirtiendo en vivos ejemplos de la repugnante desnudez de un emperador llamado Economía de Mercado®.
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