No hay objeto que ría, porque el humor es una condición ontológica del ser

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He aquí el pri­mer pun­to so­bre el cual he de lla­mar la aten­ción. Fuera de lo que es pro­pia­men­te hu­mano, no hay na­da có­mi­co. Un pai­sa­je po­drá ser be­llo, su­bli­me, in­sig­ni­fi­can­te o feo, pe­ro nun­ca ri­dícu­lo. Si reí­mos a la vis­ta de un ani­mal, se­rá por ha­ber sor­pren­di­do en él una ac­ti­tud o una ex­pre­sión hu­ma­na. Nos reí­mos de un som­bre­ro, no por­que el fiel­tro o la pa­ja de que se com­po­nen mo­ti­ven por sí mis­mos nues­tra ri­sa, sino por la for­ma que los hom­bres le die­ron, por el ca­pri­cho hu­mano en que se mol­deó. No me ex­pli­co que un he­cho tan importan­te, den­tro de su sen­ci­llez, no ha­ya fi­ja­do más la aten­ción de los fi­ló­so­fos. Muchos han de­fi­ni­do al hom­bre co­mo “un ani­mal que ríe”.

Habrían po­di­do de­fi­nir­le tam­bién co­mo un ani­mal que ha­ce reír por­que si al­gún otro ani­mal o cual­quier co­sa in­ani­ma­da pro­du­ce la ri­sa, es siem­pre por su se­me­jan­za con el hom­bre, por la mar­ca im­pre­sa por el hom­bre o por el uso he­cho por el hombre.

La ri­sa, de Henri Bergson

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