Dead Set, de Charlie Brooker
El zombie como figura trágica que representa una realidad cultural colectiva propia del capitalismo es un análisis tan constante como lógico: alimentándose de entrañas, deambulando sin rumbo y haciendo un uso nulo de su capacidad crítica, el ser humano medio no radica diferencia alguna con los muertos vivientes de George A. Romero — aun cuando tienen un origen vúdico, el zombie clásico no podría considerarse en cualquier caso como parte de esta crítica social, sino de otra no menos importante para las leyendas de su época: la representación del hombre negro como esclavo en liberación en su atarse a los poderes de la tierra que él mismo ha trabajado y, por extensión, la considera como propia. Ahora bien, lo interesante del zombie contemporáneo es que no es una entidad única —a diferencia de, por ejemplo, el vampiro, el cual siempre se confiere su sentido en la unicidad de su existencia— sino que, por definición, éste establece una comunidad con otros similares a él; a diferencia de los monstruos clásicos, que siempre son lo extraño, lo único, el afuera personificado, el zombie es la amenaza interior que nace desde el propio seno de nuestra sociedad: si el vampiro es el extranjero seductor o el joven libertino incomprensible, el zombie es aquel al que saludamos cada mañana al salir de casa.
Dead Set no hace más que subrayar con su propia bilis las particularidades de la masa zombie con la cual convivimos —o, en algunos casos, que somos pretendiéndonos irónicamente posmodernos: la ironía sólo nos salva cuando se realiza desde la actitud crítica personal, pues sólo sirve como coartada intelectual cuando se hace como canalizador de esa miseria pública que es no renegar de comulgar con la masa, con una de las muchas masas posibles— en tanto no es sólo que nada haya cambiado desde la profética visión de Romero, sino que por el camino se ha intensificado hasta llegar a constituir el hastío existencial, el entretenimiento del cual ya espeluznaba aterrorizado Kierkegaard, como una de las formas más populares de suicidio diario en vida. ¿Y quién es el protagonista de semejante ofrenda al terror cotidiano? La televisión, la monitorización de la vida, el transformar la existencia en un constante reality show.
¿Qué ocurriría con la casa de Gran Hermano si mañana estallara el apocalipsis zombie? Que serían los únicos supervivientes de la masa, y fuente última de atracción para los muertos; el comportamiento de masa, de afluencia masiva de conformaciones diletantes carentes de actitud crítica, son aquellos que permanecen en el exterior de la humanidad: el entretenimiento de Gran Hermano produce en sus espectadores una constante deshumanización que los convierte en muertos vivientes; los únicos que sobreviven a la infección son los que buscan alguna clase de vida auténtica: aquellos que abren vías de comunicación con el exterior del exterior (Riq, el cual permanece de forma constante ajeno al devenir del programa), los que abren vías de comunicación con el exterior del interior (los que producen y dirigen el programa) y los que abren vías de comunicación con el interior del interior (los que viven el programa). En todos estos casos, toda aquella combinación que excluye el interior del exterior que presupone estar sumergido en medio de la experiencia de asistir como espectador al programa, la vida se muestra como auténtica porque todo lo que se vive en ella no se produce como anestesamiento de la vida sino, en caso contrario, como vivencia de vida: si los únicos que sobreviven a priori son aquellos que permanecen ajenos al programa como espectadores es porque, de facto, zombie es sólo aquel que no existe sino que asiste a la existencia ajena. Quien ve Gran Hermano es para entretenerse, para no pensar, para poder dejar de existir.
Lo interesante del desarrollo que acontece en Dead Set es el hecho mismo de que hay un juicio a partir del cual se puede dirimir la acción del zombie de forma radical: el zombie lo es no sólo porque carezca de una existencia auténtica, sino también porque reniega de la posibilidad de que otros la tengan. Mientras los monstruos clásicos pretendían destruir la sociedad, o esa percepción tenían las comunidades de ésta, el zombie es el reflejo de lo que Mary Shelley ya intuiría en el siglo XIX con el Monstruo de Frankenstein: la masa ignorante, aquella que ni conoce ni quiere conocer, que quiere dejar de existir, siempre buscará destruir aquello que le resulte ajeno; al zombie, a la masa, le resulta ajena la existencia y por ello busca activamente su destrucción: se alimenta de ella a partir de los otros. Quizás quienes permanezcan ajenos a la masa tengan una vida miserable, llena de conflicto y problematizada por la dificultad de la relación con los otros —aquí representado de forma excepcional tanto en las miserias humanas de los que habitan la casa como los que aun estaban fuera de ella — , pero es precisamente esa vida de la cual la masa debe alimentarse; la destrucción de la existencia es una forma de generar una falsa existencia común, del mismo modo que la destrucción del diferente es una forma de generar un falso principio común.
Es por ello que el final, absolutamente brillante en ejecución discursiva, sólo podía cerrarse mostrándonos las cámaras que hay por las calles de Londres: los zombies somos nosotros no sólo porque vaciemos nuestra existencia a través de alimentarnos de los otros, sino que también la vaciamos por lo que tiene de entregada a las cámaras —o, actualmente, a Internet. En el momento que una cámara nos apunta constantemente el espacio público, nuestra vida se convierte en una perpetua vigilancia en la que dependemos de ser homogéneos, ser zombies, para que la masa no nos declare indeseados como iguales pero deseados como alimento; el hombre contemporáneo está por todas partes mediado por la necesidad de ser uno más en el mar de vidas ingratas. Y quien se salga de la norma, servirá para alimentar a la masa (de zombies) a través de las cámaras que adornan el mundo.
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