My Beautiful Dark Twisted Fantasy, de Kanye West
Aquello que se establece como una obra de culto no lo es por el capricho gratuito de una comunidad de gustos ajena al común de los mortales, sino porque contiene en su seno una transparente articidad que sólo es visible para aquellos que saben observarla. El culto se da hacia aquello que nos inspira un sentimiento atroz, que desgarra nuestra carne desde su propio interior. Desde esta perspectiva se puede comprender entonces que aquello que se establece de culto, que se da para el culto, es porque de hecho transciende su propia condición inmediata; cuando un fenómeno cultural o artístico se convierte de culto es porque contiene dentro de sí un espejo donde vernos reflejados de forma profunda.
¿Por qué entonces My Beautiful Dark Twisted Fantasy debería entenderse como una obra de culto en el paradigma de la cultura contemporánea? Porque Kanye West, negro sacerdote de la cultura pop, consigue con su trabajo un viaje sagrado que se proyecta como misa donde la sangre y la carne que se da al creyente devienen bilis y mudada carne del clérigo; esta es la crónica imposible de un ascenso mítico, una visión divergente del mundo bañada en los oscuros neones de la noche. Y es así no sólo porque estéticamente esté siempre a un paso del abismo —que sí, como se contempla en los cambios lisérgicos entre las palabras en neones y los actos en blanco y negro en All Of The Lights—, sino también porque esa postura no queda únicamente en la noción de lo estético, lo musical: el discurso que adopta a lo largo de todo su extravagante desarrollo siempre se sitúa como un reflejo de esa luminosa oscuridad que nos exige vislumbremos en la noche. He ahí la introducción del dios desconocido en nuestro parnaso.
El papel del dios desconocido en la antigua Roma se daba en los templos dedicados especialmente al culto de un dios cualquiera fuera éste, pues se aceptaba que los extranjeros pudieran traer con ellos sus propias divinidades; el dios desconocido es aquel que es diferente pero se establece dentro de la comunidad divina, es a quien se acepta incluso siendo un absolutamente otro. Es por eso que el dios desconocido —o marebito, si queremos ajustar el léxico para hacer paralelismos sugerentes— es aquel que se nos presenta como si siempre hubiera estado presente en nuestro propio presente: su posición es la de entidad absolutamente originaria. Siguiendo este paralelismo, Kanye West sería el dios/sacerdote que viene de la noche, de más allá de lo conocido, para narrarnos todo aquello del mundo que aun no conocíamos pero deberíamos aceptar como propio. El dios desconocido es aquel que trae la historia del mundo aun por conocer.
Como dios/sacerdote desconocido, West se rodea de los mejores productores e intérpretes de la música negra para oficiar una misa donde narrarnos en forma de epopeya los acontecimientos del mundo presente que han quedado ocultados en las ruinas de la noche. Desde tal perspectiva, mira desde el hip-hop todo aquello que le interesa y que desde nuestra propia perspectiva no puede tener nexo alguno con él: el soul, las imitaciones à la Erik Satie de Aphex Twin y el ballet ruso de principios del siglo XX, entre otros muchos movimientos que encuentran aquí relación. Todo encaja a la perfección como parte de una cartografía imposible del mundo. En este sentido, MBDTF se nos presente como un oscuro y personalísimo metarelato donde se da forma la historia secreta de aquellos excluidos de algún modo de la conformación dominante del mismo; el negro, la mujer, el rico, el famoso, el diletante: todos ellos encuentran aquí cierta posición, una situación para sí mismos. Ahora bien, esto no significa que se cierre en dar un sentido pleno y absoluto en la continuidad de la historia, pues aunque lanza cabos uniendo lo culto y lo popular, lo central y lo límite, se nos muestra como una porción de una historia aun en constante devenir. West oficia una visión que ni empieza ni acaba en él, pero a través de su carne permite comprender aquello que creíamos como más allá de nuestro propio mundo.
El disco es polimorfo, arrebatador, catártico; un pequeño pedazo de fascinación creado para el culto. Un disco tan inmenso, catedralicio en su fondo y forma, que cualquier trabajo futuro que intente retratar los márgenes prohibidos de aquellos olvidados en la noche de la historia está necesariamente abocado al fracaso: West oficia una ceremonia exclusiva que no puede repetirse sin ser negada, porque para incluir a los excluidos después de él habría antes que descubrir al dios de aquellos que aun nos son desconocidos. El mundo acaba hoy en Kanye West, y para llevarlo más allá antes tendría que arribar en nuestras costas aquel dios que aun no hemos conocido.
Ésta es la elegía secreta de la cultura disecada, de aquella visión del mundo que ha pretendido poder establecer un fin de la historia en el cual ya no cabe necesitar entender nada más. Kanye West se nos aparece para recordarnos que aun quedan infinidad de dioses desconocidos, de marebitos que deberán arribar en nuestra costa en algún momento más allá de nuestra comprensión. Y casi seguramente, verán algo donde escondimos las flores de la vergüenza.
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