nunca escaparás de la condición del trabajo

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El can­to épi­co, o ba­la­da, ha si­do a lo lar­go de to­da la his­to­ria un mo­do de crea­ción de mi­tos que dic­ten el mo­do de com­por­ta­mien­to más ade­cua­dos por par­te de la ci­vi­li­za­ción. Así, ca­si sin que­rer­lo, es­tas ba­la­das se con­vier­ten en com­pen­dios exhaus­ti­vos del pen­sa­mien­to y cos­tum­bres de una épo­ca da­da del hom­bre; de una cul­tu­ra en par­ti­cu­lar. Plagado de dio­ses y hé­roes ca­da uno de es­tos tie­ne una fun­ción bien de­li­mi­ta­da: mien­tras los dio­ses son la re­pre­sen­ta­ción de he­chos de la na­tu­ra­le­za, los hé­roes son las po­si­bles for­mas de com­por­tar­se en la so­cie­dad. Quizás por eso sea tan in­tere­san­te The Ballad of Mike Haggar, un pe­cu­liar ví­deo don­de nos na­rran la vi­da y mi­la­gros del al­cal­de wrestler de Metro City.

El na­rra­dor, siem­pre can­tan­do des­de los dio­ses ‑o, en es­te ca­so, la magia‑, nos cuen­ta un clá­si­co via­je del hé­roe pa­ra co­no­cer co­mo Mike Haggar aca­bó con el mal en Metro City. Como hé­roe con­tem­po­rá­neo se nos si­túa co­mo la re­pre­sen­ta­ción per­fec­ta de las ha­bi­li­da­des que de­be te­ner el hom­bre de hoy: obs­ti­na­do tra­ba­ja­dor in­can­sa­ble que aú­na su efec­ti­vi­dad con una es­pec­ta­cu­lar téc­ni­ca; un wrestler que de­be au­nar el ha­cer dis­fru­tar al pú­bli­co y el ser un atle­ta del más al­to ni­vel. Y he ahí lo más fas­ci­nan­te de es­te can­to, co­mo a tra­vés del com­por­ta­mien­to y ac­cio­nes de Mike Haggar va de­fi­nien­do el ca­mino que la so­cie­dad im­po­ne al hom­bre con­tem­po­rá­neo. No es vá­li­do ser efi­cien­te o ser es­pec­ta­cu­lar, se de­be ser un in­can­sa­ble tra­ba­ja­dor que, a su vez, es ca­paz de ha­cer dis­fru­tar a los de­más; se de­be ha­cer del es­pec­tácu­lo un tra­ba­jo en sí.

No hay des­can­so ja­más pa­ra el hom­bre pos­mo­derno, ya que ha na­ci­do pa­ra tra­ba­jar. Cuando Mike Haggar va al Valhalla des­tru­ye a Odín pa­ra vol­ver a la Tierra y así po­der aca­bar con su tra­ba­jo; el Estado le obli­ga a ju­bi­lar­se pe­ro él no lo ha­rá ja­más, por­que su tra­ba­jo es él. Así, con una me­tá­fo­ra neo-liberal, el hom­bre se de­be de­fi­nir a tra­vés de su tra­ba­jo pa­ra con­for­mar­se co­mo una reali­dad cons­ti­tu­yen­te aje­na de cual­quier otra di­men­sión de reali­dad. El hom­bre pos­mo­derno ha de­ja­do de ser una en­ti­dad ocio­sa, o si­quie­ra que bus­ca su auto-reconocimiento, pa­ra con­ver­tir­se en un trabajador-esclavo que só­lo vi­ve pa­ra se­guir tra­ba­jan­do un día más. Porque, con el na­ci­mien­to de la ma­sa de la cla­se me­dia, no mu­rió el obre­ro sino que se tras­la­do su con­di­ción ha­cia una nue­va cla­se de es­cla­vis­mo: el ser en el tra­ba­jo. Mike Haggar es el héroe-víctima de la fe­ti­chi­za­ción del tra­ba­jo posindustrial.

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