La escopeta de caza, de Yasushi Inoue
¿Cómo puede reflexionarse un pensamiento después de que su perpetuador ya esté muerto? Un pensamiento, sea una idea o un sentimiento, un parecer o una disposición, siempre es una entidad abstracta que tratamos desde la limitada experiencia de aquello que conocemos: extrapolamos su valor dentro de unos ciertos patrones adquiridos, ya sea de conocimiento personal del acontecimiento o de la situación particular. Es imposible conocer un pensamiento objetivamente. Es por eso que es absurdo intentar hacer una defensa ferrea, absoluta, al respecto de una posible interpretación de un texto, por familiarizados que estemos con él, si no partimos de la idea de que su sentido último, aquel que pensó su autor, nos está vedado; nosotros podemos pensar el pensamiento de los demás como pensamiento autónomo, pero no como pensamiento de otro.
Leer el diario de otro no nos asegura que podamos conocer los acontecimientos sostenidos por éste, no sólo porque la escritura diegética sea siempre críptica y pensada para un lenguaje que involucra un pensamiento pasivo —no hay ninguna intención de inteligibilidad en el diario: en tanto se escribe para uno mismo, se escribe como uno mismo comprende — , sino también porque nos resulta imposible penetrar en las omisiones del pensamiento que se practican. Un diario siempre se escribe desde un tiempo pasado, y por tanto posiblemente obsoleto para interpretar el pensamiento presente, y desde una consciencia de los agujeros del pasado, que se eliden para obviar lo redundante. Es por eso que La escopeta de caza empieza, antes que con el descubrimiento de un diario que nos narra la historia de un amor imposible que duró más de una década, con una casualidad imposible: la recepción de una carta por parte de un poeta de un hombre que se ha descubierto reflejado en uno de sus poemas. Un poema inapropiado publicado en la revista de caza de un amigo de la infancia: gruesa pipa de marino en la boca, un setter corriendo, el sendero del monte Amagi, una escopeta Churchill de doble cañón. Nunca lo ha visto, ya no digamos conocido, y nunca ha podido retratarlo.
La novela se nos muestra transparente desde el comienzo, desde esa necesidad de crear unas analogías que no están ahí porque, de hecho, sabemos que no había conexión fáctica alguna. De éste modo, ya desde el principio, se nos deja clara una radical posición con respecto del arte: es aquello en lo cual nos reflejamos, nos proyectamos de una forma sustancial, hasta el punto de involucrarnos personalmente en él; el arte es aquello en lo que nos enredamos existencialmente. Por eso las tres cartas que le envía éste hombre al poeta, tres cartas de tres mujeres que narran la totalidad de su historia de amor con sus lagunas y distorsiones, le permiten reconstruír una particular idea de los acontecimientos que allí ocurrieron. ¿Pero lo hacen porque sean una narración objetiva, fáctica, como aquellas que se escriben en la narrativa de corte más convencional? En absoluto, porque la vida no tiene un sentido narrativo —aunque por el bien de nuestra comprensión, de la literatura y de Yasushi Inoue, es necesario sintetizarlo en este sentido, incluso aun cuando parezca no hacerlo. La reconstrucción narrativa se da en tanto se ponen los tres textos en común, sobreponiéndose y contradiciéndose, permitiendo así entender las lagunas del entendimiento que acontecían en los otros: ninguna carta miente, pero niega ciertos echos por omisión o desconocimiento.
El receptor de las cartas, Josuke Misuge. Primera carta, de Shoko: hija de su amante, descubre el diario de su madre retratando así una vida de tortuosa culpabilidad por un amor prohibido, del cual concluye la crueldad de una vida, de un mundo, que subyuga la felicidad de las personas por sus creencias morales; segunda carta, de Midori: su esposa, la cual conocía el secreto de su marido y, por ello, llevó una licenciosa vida de coqueteos ante su propia imposibilidad de acabar con un matrimonio que sabía esteril; tercera carta, de Saiko: su amante, donde nos narra como su amor no era maldito ni prohibido, sino oculto para no dañar los sentimientos de las otras dos mujeres involucradas en los acontecimientos.
Baile de lecturas desquiciado, versiones y contraversiones, resulta en último término imposible conocer que es lo que pasaba por la mente de cada una de las mujeres, pero a través de las diferentes interpretaciones que hace cada una de un evento común, se nos muestra como posible hacer un retrato de cada una de ellas. La ingenua y melancólica Shoko, la debil y pusilánime Midori, la fuerte y auto-engañada Saiko; ninguna de ellas se sostiene bajo un simple arquetipo, es una personalidad compleja que sólo podríamos entender si nos lo contaran absolutamente todo de sus vidas. La única manera que tenemos de comprenderlas es a través de la lectura de los eventos que hace cada una de ellas, pudiendo así extrapolar una imagen ideal de los acontecimientos —incompleta, polimorfa, enajenada y en evolución, pero ideal— por la cual poder hacer una medición aproximativa de la visión que cada una de ellas posee del mundo. La cuestión entonces es que no conocemos al otro por lo que dice o lo que piensa, sino que conocemos una imagen ideal de los eventos por aquello que dicen o piensan de ellos; por extensión, conocer al otro pasa por saber leer las superposiciones y vacíos entre sus interpretaciones de los acontecimientos y la imagen ideal de los mismos.
Afirmar que Inoue no saca conclusiones, no pretende transmitirnos nada, que es imposible afirmar que hay una interpretación en aquel que transmite un pensamiento, sería absurdo. Sobre La escopeta de caza sobrevuela la idea de la imposibilidad de saberse en el pensamiento de otro, de saber interpretar el pensamiento del otro —hecho mostrado fácticamente en las tres cartas: ninguna de las interpretaciones auna la totalidad de los eventos, mucho menos aprehende la visión de las otras — , y por ello extiende la idea esencial que finiquita la vida de Saiko: muchas personas «son amadas» a lo largo de su vida, pero lo excepcional es «amar». O lo que es lo mismo, sólo puedo conocer el amor que yo entrego libremente al otro.
Sin embargo, nos cuesta conocer lo que amamos. Para conocer lo que amamos debemos pensarnos, hacer una traspolación ideal de los acontecimientos, y comparar nuestros pensamientos con esa imagen ideal; debemos interpretar incluso nuestro pensamiento para poder conocer aquello que pensamos. ¿Es entonces un problema ontológico, de puro solipsismo, el hecho de la importancia mayor del «amar» que el «ser amado»? No, porque se convierte en un problema ético: «amar» implica un auto-conocimiento de sí que nos hace descubrirnos en el amor, que nos hace saber como somos realmente; «ser amados», o creer ser amados, nos hace sentir bien, pero no nos sabremos ni podremos ser realmente amados hasta que nos sepamos tal y como somos. Ni se ama ni se acepta amar lo que no se conoce. Esa es la función que tienen en común el arte y el amor, y por eso la escritura diegética y el pensamiento bruto son espurios: si en verdad son puros, nos transitan de tal modo que conocerlos implica conocernos a nosotros mismos.
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