Aceptar la crapulencia pasa por saberse teniendo que pagar el precio de la maldad sobre la carne propia. Incluso cuando nuestros actos ajenos a la virtud puedan no pesarnos como castigo, porque conseguimos evadir la justicia, o como culpa, porque carecemos de ella por psicópatas o malas personas, jamás podremos evitar la más literal de las formas de corrupción: el exceso de crímenes, drogas y mala educación nos llevará, de menor a mayor grado en orden estricto, a un claro envilecimiento de nuestro aspecto cara a los ojos de los demás. Nadie quiere parecer viejo, ajado y feo, que es lo que parecen los miserables en las mentes de quienes los piensan. El problema de abrazar el mal es que no sienta bien al cutis, menos aún a la justicia y los remordimientos cuando se deja de lograr evitarlos a causa de la pérdida de agilidad con los años, lo cual, la edad, es la más inaceptable de las formas de maldad; la naturaleza nos recuerda que todo tiene un orden: hay que dormir ocho horas diarias, no abusar de las drogas y no matar en exceso al prójimo. Salvo que sea para bañarnos con su sangre.
Analizar la figura de Oscar Wilde pasa por entender que es un sátiro —por satírico, no por obsceno y excesivo; que puede serlo también, pero no del modo vulgar que ha adquirido el término «sátiro» con el tiempo— que habla en serio cuando habla en broma y que habla en broma cuando habla en serio; sabe distinguir cuando se adentra en lo jocoso y cuando en el tiro certero, porque en realidad nunca van disociados, es la labor del oyente o del lector según toque. Labor dura y extraña, pero agradecida en tanto nos obliga a penetrar en las entrañas de un hombre que siempre busca trascender cualquier condición de moralista. El santo patrón del arte como modo de vida, el arte como forma y espejo de la misma, nos exige sumergirnos en su obra como él mismo la compone: no como algo ajeno al mundo, sino imbricado de forma profunda en él; leer El retrato de Dorian Gray para entretenerse, sin implicarse de forma profunda en sus juegos éticos y lingüísticos, es como acercarse al sexo sólo como reproducción: su función utilitaria es evidente, pero es más divertido abrazar la ligera depravación propia de lo inútil. ¿Para quién inútil? para quien cree que el sexo es sólo reproducción, que el arte es sólo entretenimiento.
La obsesión estética de Wilde no sólo se plasma en la figura de Dorian Gray, joven inocente y bello como ninguno, o sobre quienes les rodean, refinados depravados y artistas solitarios, sino también en un estilo de escritura, siempre próximo a una concepción poética de la obra como campo de entrenamiento del ingenio: en los diálogos se suponen bellos aforismos, en las descripciones las más sutiles metáforas, en la narración un abstracto ritmo poético. ¿Renuncia a la trama por ello? Al contrario, la afianza. El derroche de belleza e ingenio sirve para enfatizar el camino de corrupción a un hombre a través de su relación con el arte, hasta llegar al arte como única fuente irreductible de la justicia.
No es casual que la corrupción de Dorian Gray se produzca por el arte, ya que su primer acto malvado fue romper su relación con una muchacha que renunciaba a sus cualidades de actriz por amor hacia él —pecado mortal, literal en último término: si se debe vivir la vida como si fuera arte, entonces renunciar al arte por amor es como renunciar al amor por el arte: no amar en absoluto — , ni que esa corrupción se pague a través del arte, ya que todo envilecimiento que no sufre en sus carnes se ve transferido al retrato que va convirtiéndose en su obsesión cada vez más patente. El pacto fáustico que acontece en la novela no tiene orden religioso, sino artístico: al desear ser eternamente joven y bello transfiere su vida al fulgurante instante del arte: no existe ya vida en él, ya que es imposible retratar su espíritu a través de lo que emana su cuerpo; sus actos son corruptos y horrendos, pero su cuerpo es fresco y juvenil. Es imposible retratar la realidad tal cual se vislumbrar en su presencia. Es en el cuadro de Dorian Gray donde la vida y el arte se fusionan, donde su reflejo físico se convierte en algo tan grotesco como lo es su alma inmortal.
No hay arte que sea ajeno a la vida. Eso parece decirnos Wilde al esgrimir como el único momento de la novela en que se aleja Gray de él es cuando es un ser corrupto sin sentimientos, olvidando el placer de un Shakespeare bien interpretado o de una novela deliciosa a pesar de lo nefando de su contenido; también es lógico que, al prender destruir el arte, éste sea quien quede destruido en el proceso: el pacto implicaba que siempre se plasmara de algún modo los estragos del tiempo y la maldad, por lo cual si la obra de arte deja de hacerlo entonces tendrá que hacerlo de nuevo su cuerpo. Esa es la bella lógica subyacente en la obra de Wilde: lo sobrenatural se infiltra en la novela como un momento de la vida como arte, ya que es imposible excluirlo de la existencia.
El retrato es el reflejo del alma, el arte es un momento de la vida por ello, y como espejo del espíritu también lo es del mundo. Por eso no se puede acuchillar. Lo que es, es; cualquier pretensión de negar o falsificar la realidad acaba cayéndose en pedazos por la imposibilidad de mantener eternamente oculta la verdad, aquella que pesa sobre los hombres, incluso aquellos que se creen nacidos sin alma, sin que acabe saliendo tarde o temprano a la luz pública. Incluso cuando ello lleve décadas, sino siglos. Toda belleza es pues eterna siempre que provenga del absoluto, de aquello que nace de un espíritu embellecido por la virtud, y no de una belleza tan sólo física que es tan efímera como el interés de quienes pueden pretender plasmarla; el cuadro exuda no la objetividad física del mundo, sino lo que el pintor proyecta en el cuadro partiendo de la visión que tiene respecto al retratado: si Basil Hallward no estuviera tan enamorado del espíritu como del físico de Dorian Gray, jamás hubiera logrado plasmar su belleza como una obra maestra del arte como momento del absoluto. Algo que sobrevivirá al propio modelo, porque su perversión posterior no niega aquello que una vez fue.
Ninguna falsedad se perpetua eternamente a los ojos de los artistas, pues sólo ellos tienen la obligación de plasmar el mundo tal cual es sin necesidad de afirmar una sola palabra de eso tan mal llamado realidad.
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