Si seguimos las enseñanzas heideggerianas del filósofo japonés Tetsuro Watsuji deberíamos entender que el clima es algo que define las conformaciones culturales y religiosas de cada sociedad; el carácter que le es propio a cada pueblo. Cada paisaje define una forma de pensar en tanto implica unas formas diferentes necesarias para la supervivencia y el crecimiento. En ese sentido Lanzarote tendría una mala disposición para con respecto de sus habitantes: nacida a través de la actividad sísmica y volcánica de un manto volcánico es una tierra árida y gris; incluso su mar se acerca más hacia un color azul oscuro, como grisáceo o casi negro, que hacia el cristalino azul mediterráneo. Éste terreno árido, prácticamente lunar, alberga las formas de vida sintético-culturales más peligrosas del mundo: los turistas. Con una vida autóctona limitada exclusivamente al sector servicios y un turismo creciente pero francamente limitado las expectativas de la más septentrional de las islas del archipiélago canario están más cerca de la desolación que de la felicidad ingenua del turista; su terreno baldío, prácticamente desértico, y oscuro arroja la misma sombra de vacío sobre los corazones de las personas.
O, al menos, esto es lo que nos induce a pensar Michel Houellebecq en su novela Lanzarote, donde un protagonista anónimo -¿avatar del propio Houellebecq?- pasa unas sufridas vacaciones en la isla homónima. Entre el horror y el esperpento la pluma del francés más controvertido de las letras nos desgrana un mundo frío y desolador donde nada ni nadie se escapa de ser un completo imbécil, o un completo desgraciado. Sin punto medio Houellebecq retrata un mundo, una isla, donde sólo queda el sufrimiento y donde las únicas cosas buenas que pueden pasar siempre estarán condicionadas por el paso de la diosa Fortuna. Y después, nada más. Nadie intenta hacer nada por sus deseos, sólo esperan que lleguen en un golpe de fortuna por el cual no tengan nada más que aceptar su suerte con respecto del mundo; y, si no llega, abrazar la depresión.
Todo se podría resumir en dos palabras: sexo y oscuridad. De éste modo lo único que cimienta el mundo es el sexo, lo único que puede acércanos hacia una (falsa) felicidad y por otra parte una oscuridad densa, profunda, que nos ahoga en su seno. Ante la desesperanza de Houellebecq ‑más humorística, por negra que sea, que depresiva, al menos en esta novela- cabría quedarnos con que el problema de sus personajes es que desean más de lo que necesitan. Sus personajes, hiperconsumistas del sexo y los afectos, exigen más de lo que pueden dar primeramente ellos; son consumidores, pero nunca trabajadores. Y he ahí su fallo, pues la Fortuna (casi) siempre exige del trabajo por buscarla para ser encontrada. La labor del hombre en el mundo es cambiar la orografía de la naturaleza y de los deseos para adaptarla a sus necesidades.
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