El punk murió según se convirtió en moda de la cual apropiarse no ya de cualquier diseñador de moda, que pueden hacer del punk algo más genuino que cien cabezas encrestadas, sino de cualquier vendedor minorista. Cuando el punk es un complemento, es cuando se compromete su condición revolucionaria. Quedarse con esa idea, admitámoslo, sería simplista: el problema del punk no es sólo que se venda como un complemento estético, sino que se ha convertido en un complemento ideológico: todo lo que en los grupos originales era ironía y ambigüedad, una pretendidad violación de las normas sociales, ahora no es más que vestir ropa calculadamente rota a trescientos pavos los pantalones. Pantalones hechos jirones en una fábrica en la India. El problema no es que se vendan complementos punks, el problema es que el tratamiento ideológico del mismo se hace, como con la ropa, desde lo mercantil; punk is dead, baby; no es sólo cosa del punk: ¿por qué es imposible hacer hoy la revolución? No porque se vendan camisetas con el rostro del Che Guevara, sino porque llevarlas no simboliza nada. Ya no simboliza nada.
Aunque comienza hablando del fin de la historia, esa ridícula proclamación hegeliana que haría suya Francis Fukuyama para justificar la superioridad moral del liberalismo, Camille de Toledo parece más interesado en analizar nuestro presente desde el enmarañado cruce de impresiones y efectos que tal idea, no el hecho —no concibe que hayamos alcanzado «el final de la historia», sino que de esa creencia se desprenden nuestros modos de vida actuales — , tiene sobre el mundo; en tanto el capital se apropia de la historia claudicándola, asumiendo toda imposibilidad de alternativa, carece de sentido práctico iniciar forma revolucionaria alguna; el corazón mismo del presente, ahora ideológicamente perpetuo, es el poder. Cualquier revolución nace por y para el capitalismo. Incluso cuando no. El capitalismo se amolda a todo, puede consumir todo: no existe posibilidad de combatirlo porque es capaz de asimilar incluso sus contradicciones; su título es ya explícito, ya que el punk que nace en la ironía y el DIY es ahora cosa seria: cosa de punks de boutique.
El propósito del fin de la historia, de creernos sumergidos en tal fin, es impedir cualquier acto de contracción más allá del capital. Vaciar de significado todo acto revolucionario. Por ello, el último paso del revolucionario debe ser imponer su voluntad en la Historia, hacer ver la posibilidad de un futuro posible ajeno al presente perpetuo: debemos crear eventos que no sean sólo puro efecto, sino eventos con impronta. No permitir que toda revolución acabe vendiéndose a trescientos euros en pantalones de diseño.
Punks de boutique no es sólo un panfleto anarquizante, lo cual no sería malo, también es la explicación de las consecuencias de creernos viviendo en un presente perpetuo, en el fin de la historia. Para ello, concibe las tres edades de la rebelión, desde la caída del muro de Berlín hasta la caída de las Torres Gemelas: la edad del nuevo encierro, donde se absorbe las posturas críticas dentro del discurso oficial al descentralizar cualquier forma de poder: es imposible rebelarse, ya que no se sabe donde reside el poder; la edad del nuevo dominio, la licuefacción como única forma admisible de vida: reinvención constante de los hombres, hacer del curriculum —siempre cambiante, fingiendo con él que el empleo buscado es nuestra única meta en vida— biografía; y la edad de la nueva encarnación, donde lo poético confronta lo mercantil a través de la radicalización de una dialéctica sobre posibilidades futuras más allá del capitalismo.
Aunque la idea de las tres edades de la rebelión resulta inspiradora, es una adscripción personal al respecto de unas vivencias universales: todos hemos vivido esos hechos por impronta histórica, más que por importancia —ya que la importancia es algo que se da en el momento, siendo la impronta los efectos a largo plazo que provocan; la impronta siempre tendrá un valor mayor — , aunque no todos los hemos vivido del mismo modo. No por ello debemos entenderlo como una visión personal al respecto de los eventos, o no sólo: en tanto atravesado de biografía, que no de curriculum —no pretende demostrar nada por aquello tan propio de los revolucionarios: demostrar tener razón por más revolucionario — , el ensayo podría parecer un análisis de efectos más que de consecuencias que tuvo en determinados individuos particulares; en realidad, desde la experiencia de uno, conectamos a la experiencia común de todos: como una conexión en red que nos lleva a través de diferentes nodos comunes, eventos particulares vistos desde una perspectiva personal que ocultan acontecimientos en común, nos resulta familiar porque trasciende lo global. Podemos vernos reflejados en algo global (la lucha revolucionaria a través de la instauración de TAZ’s, zonas temporalmente autónomas) a través de acontecimientos particulares (las raves y las casas okupas londinenses como TAZ’s) que se asemejan a algunos nuestros (nuestra experiencia en raves, casas okupas o cualquier otro espacio de insubordinación ante leyes que consideramos absurdas). Hay conexiones en red que nos llevan hasta nodos comunes, haciendo de lo teórico una práctica de la cual no eramos consciente: ser diáspora, ser nómadas, ser revolucionarios.
Es evidente su fascinación por la teoría deleuziana en su tesis sobre las tres edades, siendo la constante más llamativa del ensayo, aun cuando lo analiza desde dos perspectivas antagónicas: el de sus usos y el de sus posibilidades. Así, cuando habla de nomadismo, distingue entre los usos (que es lo que hace el capital con él) y sus posibilidades (que es lo que debemos hacer con él). No cabe duda de que Gilles Deleuze no imaginaba un mundo neo-liberal al hablar de nomadismo o cuerpos sin órganos, pero el capital tomó noto de ella; ¿qué pretende entonces Toledo con ello? La acción de reivindicación que suponen sus tres edades: donde el capital interpretó al francés en términos utilitaristas, mercantiles, nosotros debemos re-interpretarlo en términos poéticos, revolucionarios. Debemos intervenir la realidad re-apropiándonos las herramientas robadas por el capital: no compres una camiseta del Che, hazte la tuya propia con una camiseta básica y una imagen del mismo; no compres ideología, piensa qué te conviene.
La guerra se ha movilizado hacia las palabras. Aunque Toledo sólo lo deja caer, es una guerra de la cual sólo uno de los lados ha sido consciente: la constante necesidad de los políticos por re-configurar las palabras, por dotarles de un sentido que les privilegia, es una búsqueda tan constante como consciente. La asunción del lenguaje económico como lingua franca, haciendo de conceptos financieros —conceptos que no casualmente son omitidos de la educación obligatoria— el activo principal a partir del cual pensar. Lo poético es siempre político, pero no necesariamente liberador: las palabras tiranizan.
No sólo tiranizan. Otra de sus cualidades, su cualidad poética, es ser inútil, no servir para nada, o para nada en términos económicos: poetizar el mundo no genera ingresos de ninguna clase, salvo conseguir ampliar el paradigma existencial de aquellos que se sumergen en ellas. Hace más críticas a las personas, no más ricas: les hace pensar lo que necesitan, no lo que se les dice necesitar. Debemos combatir fuego con fuego: palabras con palabras, nomadismo con nomadismo. Aunque ésto pueda parecer un contrasentido, que no lo es, tiene una función evidente: usar las herramientas robadas por el poder, aquellas que se crearon para nuestros usos, es el único modo a través del cual es posible derribarlo. Sólo con las herramientas con las que se ha edificado una casa puede desmontarse. ¿Cómo se puede aniquilar al que puede moldearse para hacer caber dentro de sí cualquier cosa? No haciendo uso de herramientas nuevas, que también absorberá, sino haciendo uso de las herramientas con las que hasta hoy se ha mantenido en pie: un martillo vale para clavar una alcayata y para romper una ventana, pero no por usarse comúnmente para clavar alcayatas deja de poder romper ventanas mejor que una espátula. Del mismo modo, un destornillador sirve para atornillar puertas, pero no menos para destornillarlas.
Cualquier pretensión de obviar la necesidad de re-apropiarse de las herramientas con las cuales se construyeron la casa acabará en fracaso. En fracaso, porque sólo se estará dando más munición a quién se pretende derribar. Por ello, nuestra necesidad es bien otra: re-descubrir en nosotros la necesidad de creer en las herramientas de la revolución que el capital nos dijo que ya estaban rotas. Sólo aquel que sabe que puede ser destruido, o sustituido, con ello, negará taxativamente la utilidad de ese algo.
«El futuro no existe, la revolución es inútil» —dijo el sistema a través de Fukuyama.
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