Continuidad de los parques, de Julio Cortazar
La reflexión filosófica de mayor calado que nos dejó el siglo XIX, al menos desde el punto de vista de lo que se haría en el posterior, sería la reflexión de Friedrich Nietzsche al respecto de la inexistencia de la verdad o la falsedad: todo enunciado es un juego de poder, independientemente de la verdad. A partir de aquí, durante todo el siglo pasado, encontraríamos una polarización absoluta entre aquellos que se ocupan sólo al respecto de la verdad y la falsedad de los enunciados (anglosajones) y aquellos que prefirieron decantarse por el estudio de las relaciones de poder (continentales) con algún extraño despunte que no se situó entre ninguno de los bandos para disgusto de estos. Ese punto medio donde se refugiaron la mayoría, un punto medio que generalmente era una fuga de la discusión misma, era el lugar donde se creó todo el paradigma desde donde entender una discusión muchísimo más interesante que la pregunta por el qué, de la verdad o de la falsedad, o por el quién, de las relaciones de poder, al situarse en la pregunta mucho más difusa del cómo.
La reflexión del como no partía de un análisis de las condiciones de verdad de las oraciones y tampoco de las posibles relaciones de poder que en esta se establecen, sino que se situaría precisamente en el análisis de las condiciones de análisis de las ideas en sí mismas. Cuando leemos a Julio Cortazar, pero también extensible a toda la Oulipo, no encontramos una reflexión al respecto de la verdad de sus textos teóricos, como sí se encontraría en la anti-novela de aquel imbécil llamado Sartre, pero tampoco encontramos un intento de encontrar una visión que nos aclare las relaciones de poder que se establecen en la sociedad, como podría pasar con respecto de George Orwell; la preocupación de los autores que siguen el como es la forma en sí misma, la obra que están creando como objeto que se legitima a sí misma a través de la mímesis que la forma establece con el discurso en sí mismo. Es por ello que si acudimos a un cuento como Continuidad de los parques no podremos analizarlo en términos de poder pero tampoco en términos de verdad en tanto el autor considera que está más allá de su relación con la realidad consciente: el cuento se legitima a sí mismo en tanto no necesita del contexto de lo real para su trasfondo mismo; es independiente de las condiciones de verdad y de poder en el mundo en tanto anterior a estas. Para poder entender la pregunta por el cómo sólo nos es necesario seguir un análisis metódico de la obra en cuestión.
En el relato Cortazar nos sitúa, ya desde su inicio, en un contexto eminentemente literario al afirmar que había empezado a leer la novela unos días antes lo cual se refuerza por la constante puntuación de los sentimientos del protagonista con respecto de la novela; los detalles mínimos que se van otorgando al espectador se inflaman en una prosa riquísima que nada parece aportar en el relato salvo su belleza en sí misma, pues gozaba del placer casi perverso de irse desgajando linea a linea de lo que lo rodeaba. Pero cuando fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte parece situarnos en un contexto completamente diferente, el de la novela, a partir del cual trabajamos en las ensoñaciones del sujeto. La mujer y su amante se encuentran, se besan apasionadamente parando sólo para recordarse que hoy es la noche donde acabarán sus escarceos secretos mientras ella le confiere a él unos detalles muy específicos de como habrá de suceder la cosa. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. El mismo terciopelo verde en el cual estaba sentado el lector del libro del que nos habla el relato.
El pensador anglosajón nos afirmará aquí que Cortazar ha hecho trampa, un giro de guión tramposo que no se puede permitir dentro del contexto de una realidad coherente dentro de la ficción ‑entendiendo que una realidad coherente es aquella donde toda proposición es verdad en todos sus mundos posibles. Ahora bien, partamos del hecho de que estos entenderán por coherente aquello que permita una comprensión de verdad con respecto de los propios mecanismos de producción de verdad del mundo que estos habitan; cuando un pensador de esta clase lee a Tolkien no tiene problemas en aceptar la existencia de elfos y orcos porque de hecho son coherentes con su realidad sensible ‑son verdad porque son representaciones materiales coherentes de ideas esenciales reales; está conectado pero no mezclado con lo real- pero cuando lee éste cuento de Cortazar no puede aceptar su coherencia porque es como sí la realidad y la ficción estuvieran ligadas sin una separación estricta entre sí. El problema no es el hecho de que parezca incoherente, que no lo es en tanto juego lingüístico, el problema es que no puede ser aceptado como verdad o falsedad en tanto realidad y ficción aparecen indistinguidos en el relato.
¿Que nos dirían los autores que siguieron la estela del quién? Exactamente lo mismo. Aquí hay un problema de legitimización de la realidad pues, en último término, no queda claro quién es el que se sitúa como beneficiario de esta realidad discursiva específica; no hay una realidad impermeable a toda posibilidad externa de sí misma que nos permita hacer un análisis incondicional del mundo. En el relato no hay un quien, pues no nos dice nada al respecto de los lectores, de las mujeres adulteras o de los asesinos, porque de hecho todo lo que en él se presenta es un tremendo cómo que se han dedicado a negar sistemáticamente estas dos formas de hacer filosofía durante su siglo. La filosofía, el pensamiento, se ha estancado en reflexionar sobre qué se piensa o sobre quién piensa qué cuando habría que pararse a reflexionar en el cómo se piensa qué o quién.
La pregunta por el cómo es aquella que se hace bajo el contexto de pensar algo tanto en su fondo como en su forma; sólo en tanto la reflexión asume que la forma de lo que se dice es tan o más importante que el qué o quién lo dice se puede empezar a vislumbrar la complejidad particular de la realidad. Es por ello que cuando Cortazar titula el libro Continuidad de los parques ya nos está dando una pista radical de qué nos hablará en el cómo del relato: de la continuidad indiferenciada de diferentes realidades que se superponen de forma natural entre sí. Pero sólo en el cómo lo hace, en el cómo el lector ve por la pericia lingüística del escritor como se retuerce lo que él creía dos realidades distintas en una sola, se encuentra la realidad radical de aquello que intenta transmitir. La reflexión por la verdad o la falsedad del relato es inútil porque es imposible pensar el qué si no es desde el cómo, del mismo modo que es absurdo que pensemos las relaciones de poder que se establecen en éste fuera del cómo se relacionan las diferentes realidades que en éste se articulan. Aquí la forma, el como, su materialidad, es toda reflexión que esgrime los argumentos de aquello que el autor intenta proferir en lo que no puede ser dicho más allá de lo que se ve sin ser nominado, del conocimiento que sólo puede ser intuido ajeno de las preguntas de la razón misma.
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