1. Aunque la mayoría preferirían poder olvidarlo por pura conveniencia, hubo un tiempo en que el cielo era rosa; no un tiempo pasado, un tiempo donde se podía respirar la noche durante el día. Aunque todos consigan olvidarlo, nosotros no olvidamos; la humanidad puede lanzarse al unísono a las vías del progreso, nosotros aún abrazamos los últimos estertores del día para imbuirnos en el congestionado rosa que aún titila en el mundo.
2. Amamos la violencia, la destrucción, el movimiento de obliteración. No tenemos cuitas, salvo los ríos de sangre y las vísceras recorriendo las calles; no tenemos órganos, sino cuerpos: no somos zombies, porque no encontramos alimento en la aniquilación ajena. En la autonegación del yo, de la vida, del mundo. Destruimos sólo para volver a crear, herimos sólo para sanar. (más…)
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De la hoguera a la historia. Sobre «Juana de Arco» de Jules Michelet

Es difícil explicar el valor de los valores abstractos. El amor, la mística o la metafísica son elementos con puntos próximos pero que, en último término, se articulan en común por la imposibilidad de su reducción en cálculo; son experiencias que trascienden lo cuantificable o lo experimentable, lo científico, para convertirse en verdades propias de lo humano irreductibles a su propia esencia. En tanto su significación es personal, no universal, no pueden explicarse. O no de forma directa. Sólo cuando damos un rodeo, cuando hacemos ver a través de actos o ejemplos o metáforas los acontecimientos vitales de esa imposibilidad, es cuando podemos comunicarlos: sólo podemos conocerlos por experiencia vivida en primera persona, o cuando la experiencia ajena remite a la familiaridad con respecto de nuestra experiencia. He ahí la articulación en común. Sólo si aceptamos la imposibilidad de comunicar nada profundo, demasiado humano, a través del lenguaje directo, es cuando comenzaremos a hablar en el contexto de lo místico o lo poético que nos permita transmitir nuestras experiencias.
Jules Michelet, como es norma en él, aborda la dimensión histórica en Juana de Arco no como hechos acontecidos de forma fáctica, constatada, sino como realidad supuesta que le vale para hablar de la universalidad, o la naturaleza, humana que reside en la historia: no intenta objetivar los hechos, no busca constatar la veracidad de los argumentos, sino que esgrime su singularidad como método para analizar el presente de aquel pasado que visita. Visita porque no ejerce de validador de la historia, sino de paseante. Como flâneur, figura tan francesa como Michelet, se pasea por la historia dejándose inundar de forma sutil por sus flujos secretos sin contenerlos con los diques del racionalismo entendido como cientificismo, la razón como ejecutor.
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El arte de lo inútil. Tesis sobre la función del ruido en el presente

La vida antigua fue toda silencio. En el siglo diecinueve, con la invención de las máquinas, nació el Ruido. Hoy, el Ruido triunfa y domina soberano sobre la sensibilidad de los hombres. Durante muchos siglos, la vida se desarrolló en silencio o, a lo sumo, en sordina. Los ruidos más fuertes que interrumpían este silencio no eran intensos, ni prolongados, ni variados. Ya que, exceptuando los movimiento telúricos, los huaracanes, las tempestades, los aludes y las cascadas, la naturaleza es silenciosa.
El arte de los ruidos, de Luigi Russolo
Aun cuando Russolo hablaba de ruido pensando en el aspecto sonoro, en el ámbito informacional también estamos rodeado de un crisol ruidista que contrasta con lo que antes era quietud. La predominancia del silencio en tiempos pasados hacia fácil conocer lo que era armónico con respecto de la naturaleza, ya que lo que interrumpía el silencio era fácil notar si era mejor que el silencio: ante la ausencia de discursos, crear un canon inviolable que tuviera mínimas, además de lentas en su adopción, variaciones, era la posición más cómoda para comenzar a edificar el conocimiento de lo real. Toda información útil que se transmitía, toda la música, estaba compuesta de sonido. Aunque sería insensato decir que en otras épocas no se conocía el ruido, como si el gritos o el cuchicheo hubiera nacido con la imprenta —que como primera máquina no-humana de amplificación, antes de ella sólo había copistas, ya multiplicaba tanto el ruido como el sonido; cuanto más masivo es el medio, más difícil es regular su canon — , las consecuencias de sus ruidos no eran tan notables como hoy: se podía afirmar que el gobernador tenía una amante, pero era sólo ruido inocuo; cuando hoy se dice que el gobernador tiene una amante, el sonido le moverá directo hacia la renuncia de su puesto. Ha evolucionado la consideración que tenemos del ruido.
Si entendemos «sonido» por «información fehaciente» y «ruido» por «interferencias comunicacionales», entonces podríamos aplicar la tesis de Luigi Russolo al conjunto de nuestra sociedad. Pero también comprender su tesis. Por eso cuando decimos que la imprenta es la primera máquina amplificadora, estamos también resumiendo que ésta no es más que la mecanización de una actividad humana que se da desde antes de su existencia: la repetición de información, la comunicación. La imprenta, como el copista, comunica de lo importante al resto del mundo. El problema es que cuanto más masiva sea la producción de esa comunicación, menos fehaciente será: el monje copista genera poco ruido, porque tiene un conocimiento y un interés personal específico en aquello que transmite; el impresor genera bastante ruido, porque busca un interés comercial que manipula la comunicación; el usuario de Internet genera muchísimo ruido, porque vive en una infinita conexión solipsista: vive para comunicar(se). Cuanto más capacidad sonora tiene una máquina, también aumenta la cantidad de desechos, de ruido, que ésta genera.
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La esencia del cazador es la forma existencial de la comunidad. Una lectura (nipona) de Pacific Rim

Incluso partiendo de que la humanidad es tan capaz de lo mejor como de lo peor, a lo largo de nuestra historia intelectual hemos sido siempre más proclives a pararnos en los procesos que nos han llevado hacia lo peor. Lo bueno se da por hecho, lo malo es siempre la condición de nuestro tiempo. Por eso reducir la modernidad al tránsito hacia el holocausto o la edad media al oscurantismo de toda forma cultural es algo tan sencillo como absolutamente errado; todo tiempo parte de sus luces y sombras, incluso cuando sólo queramos ver uno de sus lados: no existió jamás un tiempo que no estuviera concomitante con su propia genialidad y desgracia. Hasta que no aceptemos los claroscuros de toda época, seguiremos siempre estancados en una erronea concepción de lo humano.
Pacific Rim es, en muchos sentidos, una oda hacia aquello que hay de puro en la humanidad: la cooperación, el entendimiento, el amor: aquellos valores que son intrínsecamente humano y, por extensión, son una forma lógica a través de la cual comunicarnos con de una forma efectiva. Incluso más allá del solipsismo del lenguaje. Es por eso que entender el último artefacto de Guillermo del Toro sin reparar en su nucleo básico de funcionamiento, tanto los enfrentamientos entre jaegers y kaijus como la unión de los pilotos con los primeros a través de puentes neurales, sería pretender reducir una reflexión profunda sobre la base de la humanidad al conflicto, perenne y maravilloso, de la defensa imposible contra el colonialismo —la cual, si de hecho está, sólo es la base de la película: Pacific Rim es, de facto, una película de, pero no sólo sobre, robots y kaijus ahostiándose. Por eso los jaegers no son sólo robots gigantes, sino que son la determinación de una serie de cosas al respecto de la humanidad misma.
